Prefería volverme loca, sinceramente. No dolía tanto. Prefería volverme loca porque al menos me estaba volviendo algo.
Y que no era bonito, ya. Y que me acostumbré a perder los papeles porque llegó un momento en el que dejé de tenerlos, también.
No quería acabar encerrada; media muerta, muerta en vida (más aún, quiero decir).
En realidad tenía tantas ganas de ser algo que dejó de importarme qué. Dejé de importarme. Tenía tantas ganas de saber quién era que dejé de pensar en mí. Me dejé de lado. Y lo perdí todo, poco a poco fui perdiendo la vida. Perdí las metas, los papeles, la
razón, las fuerzas, y todo lo que se pueda perder. Incluso perdí las ganas de escribir.
Quizás mi error fue querer empezar sin base. Quiero decir, cuando ya lo había perdido todo fue cuando quise empezar a ser algo. Quise empezar a ser algo sin ser nada. Nada importante. Era algo que no era nada, que no sabía qué era. Y eso me destrozaba; porque cómo puede ser tan complicado saber quién eres, si al final y al cabo eres la única que siempre ha estado contigo.
Y el problema es que había demasiadas preguntas, y nadie quería responder(me). Y cómo no me iba a volver loca si solo hablaba conmigo. No podía esperar otra respuesta que no saliese de mí. Y de mí nunca iban a salir, porque no existían. Como yo. Me sentía como un gran agujero por el que pasa todo y por el que a la vez no pasa nada. No lo suficiente. Era como un abismo incansable. Así era. Entenderme era como intentar llegar a lo más profundo del océano, imposible. Incluso para mí era un puzzle experto. Si llegar a Plutón en bicicleta era más fácil que entenderme. Si daba menos miedo hacer puenting sin cuerdas.
Y no sé si había solución o no. Si algún día todo aquello iba desaparecer. Y la verdad es que no sabía si quería que lo hiciera. Porque la costumbre es dañina, y yo me acostumbré a vivir así. Ocupaba casi todo lo que era, y supongo que también lo que no era. Y estar sin locura suponía estar sin mí. Echarme en falta.
Y otra vez el vacío.