5. Indefensión

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Lo que más temes, es lo que más atraes

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Lo que más temes, es lo que más atraes. O al menos eso dicen. Una parte de mí, influenciada por la superstición, creía esas palabras por completo; los días de mi adolescencia donde madre parecía leerme el pensamiento eran responsables mayoritarios de eso.

Sin embargo ese día, el número cuatro de los veintiuno, desperté sin miedo alguno. Entonces, ¿cómo se había llamado a la catástrofe? Quizá cuando ignoré el timbre del despertador, o incumplí mi asistencia matutina para tomar el desayuno.

Con un poco de tiempo, después de la crisis, pensé que mi existencia se resumía a un itinerario predefinido que debía cumplirse sin falta y cuya recompensa por llevar a cabo al pie de la letra el destino recibido era la felicidad.

¿Y si todos sabíamos, inconscientes, la historia escrita para nosotros? ¿Y si llevábamos dentro el número exacto de las palabras que debían ser dichas con nuestra voz; ni una más, ni una menos? ¿Qué tal si la desobediencia era castigada con la desgracia?

Tal vez, en vista de la sencillez que tenía para equivocarme, había incumplido el destino que me tocaba. Sin lugar a duda estaba pagando una especie de condena. Si había desobedecido el libreto de mi vida, y ahora pagaba el precio, ¿era posible librarme de mis pecados, retomar el camino impuesto y reencontrarme con la búsqueda de mi felicidad?

No podía responder ninguna de esas preguntas, pero sí el porqué de las teorías disparatadas que se fabricaban en mi pensamiento; eran un efecto colateral de la ansiedad que, a su vez, era consecuencia del trastorno de estrés postraumático que no podía sacarme de encima.

«Trastorno de estrés postraumático» es el diagnóstico médico que se le da a aquellas personas que, después de sufrir una experiencia crítica, no pueden vencer con el paso del tiempo el trauma que se les ha generado. Suele ser normal entre aquellos que han estado en servicio activo, soldados que han sido testigos de la muerte de otros o que acataron la orden de quitarle la vida a alguien más.

El trastorno no se reserva solo para los militares, ni tampoco existe una lista detallada de las escenas que podían ser desencadenantes, solo basta con que se viva algo que cause un daño desproporcionado, excesivo y sin medida para entrar en un bucle de agonía. Yo no había ido a la guerra, pero la vida se había hecho presente. ¿No era suficiente solo eso para resultar herido de gravedad?

El cuarto día se presentó uno de los síntomas del trastorno: la reacción exagerada ante los estímulos que traen a memoria el trauma. Desperté tarde, perdiéndome el desayuno. Cuando me levanté fue suficiente un texto para acordar con mi familia un encuentro en el vestíbulo.

En aquel mediodía el hambre me rasgaba las entrañas, proyectando tras mis párpados decenas de imágenes de bocadillos que podrían conseguirse fácil en un complejo hotelero como el Atlas. Bajé de mi torre, resignada a que tendría que conformarme con un café y otro panecillo típico como castigo por mi impuntualidad.

Encontré pronto al tercio que me estaba esperando.

—Te llamé —reprochó mamá—. Al tercer intento te di por muerta.

Perjurio | 1 de 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora