Capítulo 1 - El reloj de plástico

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1985

El viaje a través de la desolada carretera había sido impulsivo y de un frenético entusiasmo. Ivane, llegó al lugar montada en su fiel motocicleta y había extraviado la poca tranquilidad que tenía durante el trayecto. Apagó el ruidoso motor y descendió del robusto vehículo para descubrir que, los indicios materiales del siniestro estaban diseminados por toda la banquina, y las ardientes llamas, surgían de los restos de aceites salpicados sobre el abrupto y agreste terreno. Ivane, caminó a paso firme y cauteloso a través de las escasas plantas y arbustos hostiles que crecen en esta alejada zona del poblado. Se acercó hasta donde yacía retorcido y en pedazos uno de los dos vehículos colisionados. A través de las ventanas pudo explorar y buscó, incluso trató de abrir la puerta del acompañante, pero el automóvil estaba tan resquebrajado y golpeado que fue imposible acceder a su interior. Adentro no había rastro alguno del conductor y ni siquiera de su pequeño y cobrizo hijo, solo algunas diminutas manchas de sangre que teñían el volante y el torpedo.

Frente a ella se erguía un gran árbol realmente añejo, de contextura deforme y escalofriante. El tallo leñoso, gordo y áspero, nacía grueso desde el suelo y hacia su copa se volvía angosto y desnutrido. La siniestra belleza de aquella planta robusta, no era en absoluto lo que despertaba el horror en la mujer. Había algo más en ese paraje desolado, algo inquietante que había capturado su atención y la causa innegable de sus escalofríos repentinos. Ivane estaba paralizada, frente al tétrico árbol y no por el simple hecho de observar la magnificencia de aquella poderosa especie; Había un cadáver. Un lamentable pedazo de carne con los huesos expuestos y el rostro desfigurado. Sus ojos, estaban rotos y lechosos, se encontraban desorbitados y casi fuera de sus cuencas. El cuerpo se había clavado en las espinas del espantoso árbol deforme y la cabeza tenía un horrendo desfase hacia su espalda, como si el inerte cadáver mirara hacia atrás sobre sus hombros, de igual manera, como lo hacen los búhos. 

El magullado y chorreante cuerpo se encontraba de cabeza y cerca del suelo, como si hubiese rodado igual que una pelota hasta terminar ensartado por completo. La pierna derecha tenía una macabra articulación y la pìerna izquierda había sido arrancada desde la ingle y nisiquiera había rastro de su paradero. La muchacha observó el cadáver con un inquietante resquemor, miró con intriga los retazos mecánicos esparcidos y estudió cada pedazo desgarrado de los vehículos. El propósito, era encontrar una simple pista del paradero de su pequeño hijo desaparecido. No había señales de josy, no existían suelas marcadas, ni siquiera la tierra estaba alborotada, como queda cuando alguien arrastra un cuerpo. Sólo había una mancha mocosa y amarillenta que se extendía desde uno de los vehículos hacia el negro y profundo hoyo en el suelo. Un pozo que se encontraba alejado, sólo algunos metros del raigambre y del cadáver incrustado en el árbol.

El viento soplaba cálido y levantaba con cada ráfaga la tierra suelta que desprendían las pisadas de la mujer. En ese momento, Ivane no hacía otra cosa más que dibujar, en su perturbada mente, la inquietante posibilidad de que su pequeño retoño hubiese caído en las fauces del gran agujero en el suelo y sin pensarlo se acercó; Estaba endurecida y la dificultad le impedía despegar los pies del suelo, pero lo hizo, movió uno de sus pies y luego el otro y se acercó poco a poco hasta golpear un pequeño arbusto seco, una de esas malezas que crecen en los alrededores del pueblo y visten espinas. Ivane tenía dos bellos ojos dorados, que recordaban a deliciosos caramelos de miel. Pero en ese lugar y en esa situación se habían tornado opacos y lo que era dorado ya no brillaba. El semblante trigueño se decoloró y en un instante cayó de rodillas junto al filo del agujero. Pero su mirada no estaba en la profundidad oscura, sus ojos se habían paralizado en el pequeño arbusto crujiente, porque ahí, sobre la maleza, yacía el diminuto reloj de muñeca de Josy, un sencillo artefacto de plástico barato, teñido de azul y verde vibrante.

La posesión del horror fue absoluta, sus manos temblaron, sus ojos ardieron y el silencio penetró sus pequeños oídos. Del bolsillo sacó un atado de cigarrillos, de esos que son largos y finos. Encendió uno con dificultad, estaba bajo el efecto del pánico y sus blancas manos temblaban de manera incontrolable. Necesitaba recuperar de nuevo el control de su cuerpo, pues una decisión correcta tenía que tomar y supuso que a esas alturas sería el último cigarrillo que podría disfrutar. Posó sus labios, coloreados con un intenso labial bordó y lo fumó. Las lágrimas ya habían iniciado su camino ardiente hacia el mentón, donde, desde allí se precipitaron a una caída suicida y mortal.

—¿Te encontraré si salto a la oscuridad? —se preguntó, agobiada por el miedo que sentía al ver la profundidad del pozo. 

Retiró el cigarrillo de su boca; sus labios estaban resecos y donde la colilla asentaba había un ligero corte ya cicatrizado. Ivane tomó la última bocanada de humo y dejó caer lo que quedaba del largo cigarrillo, su mirada estaba clavada en el cielo sepia del atardecer y por un fragmento de segundo imagino el delicado rostro pecoso de Josy. El viento continuaba soplando, de norte a sur y de sur a norte, revuelto y embravecido. Agitaba con euforia el fino cabello oscuro café de la pálida mujer. El movimiento relucía los bellos y dispersos mechones rojos que habían estado escondidos en lo profundo de su melena corta.

—¿Qué puedo pretender sin tu amor hijo mío? —murmuró mientras mordía sus labios tratando de contener el llanto instigador que luchaba por liberarse. Cerró sus húmedos ojos con el coraje desesperado de una madre y se dejó caer en la horrorosa penumbra del abismo. 

—Ni siquiera lo estoy dudando. Vuelvo contigo sano y salvo o muero en el intento —susurró, de manera suave y desapareció en la negrura.

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