El Pésame.

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—¿Cómo ocurrió?— Dijo el hombre flaco, de barba larga y brava, conteniendo un sollozo, con unos ojos tan tristes, tan agotados, rotos, tan desesperados que invitaban irremediablemente al consuelo.

—Fueron los años, las penas, el cansancio, fue… todo… fue nada— Respondió la mujer, ajustándose las gafas obscuras, envolviéndose en la mantilla negra para atajar un poco el frio que solo ella sentía.

—Ya era justo que la tía Eugenia descansara. Fuimos muy mal agradecidos. Tanto, tanto que nos dio y tan poco le dimos nosotros en su vejez— Afirmó el tipo gordo, de bigote pringoso y ojos rojos, no de llorar, sino por pasar las largas y tediosas horas del velorio acompañado de café y su consabido piquete (un aguardiente que decían era un buen brandy, al que nadie había puesto reparos). La boca, con una mueca imborrable de dientes prominentes, acompañada de la mirada enrojecida, le hacía parecer un conejo sucio, enjaulado, rabioso pero debilitado.

—Sí. Fue todo, como bien dicen. Las penas, los pesares, los sinsabores, los conocidos y, sobre todo, aquellos de los cuales nadie sospecha su existencia— Confirmó el hombre flaco, aturdido, cansado. —Ustedes disculpen, disculpen, es que duele.— Dijo el flaco de la barba revoltosa, alejándose para sentarse en una jardinera, con aire distraído y un dolor muy ancho a cuestas, antes que pudieran preguntarle de donde conocía a la tía Eugenia.

Todo había iniciado aquella tarde de julio, en la cual el calor golpeaba sus sienes como un cincel, cuando ya no tenía más sudor para refrescarle el pecho, pues el que mojaba la tela de su camisa se había secado y vuelto a secar; y la boca era un puño de piedras por donde amenazaba con asomarse una garganta de lija. Los pies le dolían, podía identificar cada punto de dolor sobre los dedos, el arco y los talones, el dolor se acentuaba según los movimientos de sus pasos como un recuerdo de los lejanos tiempos en que estudió anatomía, hoy no podría ilustrar a nadie con el nombre de las partes de sus pies, pero podría señalar con exactitud cómo estaban formados. Los brazos le dolían, la espalda le dolía, los muslos, las pantorrillas, los tobillos le dolían. Calculaba que no serían muchos más los pasos que sería capaz de conseguir, la cintura le atormentaba, los hombros eran como un saco de yute, viejo, sucio, deforme. Y si otras partes de su cuerpo enjuto le dolían no podía precisarlo, porque el cerebro no le alcanzaba para sentir nada más y el corazón empezaba a darse por vencido, sino es que había perdido ya toda batalla. El día anterior no había probado bocado, engañó el hambre con agua del grifo hasta que el grifo se revelo insuficiente y no hubo gota alguna que pudiera extraerle. Solo tenía cinco pesos, bailando en su monedero, haciendo un tintineo imperceptible colgando del cinturón. Los había contado y recontado, incrédulo, recordaba las denominaciones que conformaban su inconmensurable capital: una moneda de dos pesos, una de peso, dos de cincuenta centavos, una de veinte centavos y ocho de diez. Era todo. Había caminado en diversas direcciones, hasta llegar al centro de la ciudad, no sabía cómo, tenía la mente y la voluntad fijas en una idea, en un acto, en vencer tanto temor, tanta idiotez y atreverse. En cada esquina, tomaba el valor suficiente para abordar al transeúnte más próximo y contarle la historia (la cual creía, era la mejor para alcanzar algún éxito): “Disculpe que lo moleste, sabe usted, me han robado, vine a una entrevista de trabajo y ahora no tengo para el pasaje de regreso. ¿Podría ayudarme con una moneda?” Caminó por horas, cruzó muchas esquinas, se topó con muchas personas, pero nunca reunió el coraje suficiente para que de su boca saliera palabra alguna. Volvió a casa extenuado, cocido de sol y de vergüenza, con la dignidad a salvo (pensaba estólidamente) pero con las tripas irredentas y, a sus ojos, más estúpido e incapaz que nunca. Se tumbó en el catre, exhausto, hambriento, mugroso, aterrado. Se decía en voz baja (suficiente para no ser escuchado por nadie, pero no tanto como para que no sonara dura y con el tono acusatorio correspondiente): “Imbécil, tarado, idiota, reverendo pendejo, ¿Qué tal te sabe la dignidad? ¿Sabrosa? ¿Por qué no le untas un poquito de tu cobardía? Te alcanza para toda la noche, pendejo. Te vas a morir de hambre, pero muy digno, ¿no cabrón? Ni siquiera es pedir limosna, solo una ayuda para el pasaje. Que les importa a ellos si en lugar de tomar un autobús te desayunas, comes, meriendas y cenas, de una sola vez, una torta. ¡Qué les importa! Y a ti, que diablos te importan ellos, puros desconocidos, ¿Cuál es el problema?.”

Repasó mentalmente la serie de infortunios que lo tenían en la indigencia. Estaban primero, los años perfectos, el éxito, la plenitud. La vida le había sonreído y él había querido prolongar esa alegría a muchos más. Quiso pintar sonrisas en otros rostros y hacer de la vida una gran fiesta. Aprendió, de la peor manera, que solidaridad y lealtad son palabras de poco
uso, menor aplicación e infrecuente apremio. Que son dos fantasmas, hechos retazos, en los cuales nadie cree. Despojado de todo por sus socios, calumniado y señalado, había tenido que huir, a caballo de las urgencias y las precauciones, con dos mochilas y algún dinero, escapando por muy poco de ser encarcelado, no por lo que no había cometido, sino por todo lo que estaban a punto de asegurar que pudo cometer, culpable mil veces sin juicio ni medios de prueba. La venganza no siempre tiene porque nacer de la justicia, conocer motivos íntegros, ni saber de la verdad. Comprendió, que repartir la sonrisa de la vida, puede ser como criar cuervos con el plumaje reluciente de envidia y, el pico endurecido de un odio brillante, conformado por una multitud de: ¿y porque yo no?; si el tiene, yo también; nunca se lo ha merecido; la ha tenido muy fácil; mejor que se joda. Vivió un tiempo del dinero que pudo llevar consigo, oculto en sobres, bolsas de plástico y calcetines. Subió a un carrusel de viviendas donde la calidad decaía en cada vuelta, desde la habitación de un hotel de tres estrellas pasando por un motel, una habitación en una casa de huéspedes, hasta el diminuto cuarto de una vecindad, a la cual la luz del sol no tenía registrada entre sus rutas y podría haber sido locación precisa para una película de Luis Buñuel. Antes de que no hubiera más bolsas de plástico que vaciar, ni calcetines a los cuales disminuirles el relleno, buscó empleo. Recorrió innumerables oficios de los cuales no sabía nada y no tenía, tampoco,ninguna habilidad, así que no funcionaba ni como aprendiz. Supo en carne viva de la escasa remuneración de un cargador, porque un lavacoches sufre de dolores y enfermedades y se alivia con píldoras de “no me acuerdo", que las incapacidades son una ilusión cuando se trata de desbrozar terrenos y limpiar bodegas. Que ser mozo de cocina implica la prestación de obtener días de descanso a juicio del encargado, siempre sin goce de sueldo y sin aviso previo. Que los despidos son comunes pero las indemnizaciones criaturas extintas, la antigüedad en el puesto una quimera y las prestaciones un acto de prestidigitación, desaparecían siempre a la hora de solicitar su pago. La miseria le cayó encima, no como la había entendido en los libros y estudios sobre la pobreza que había leído con curiosidad, sino con el peso de una realidad que es abrumadora para tantos y tantos de sus compatriotas, una estadística cruel de la que ni siquiera formaba parte oficial, en su calidad de migrante indocumentado en su propio país. Bodeguero, despachador de carne, barrendero, empleado de mostrador, mesero, basurero, pepenador, repartidor de volantes, sujeto de pruebas para medicamentos, lavaplatos, una fila enorme de nombres para trabajar hasta el límite de la sudoración y el cansancio, en donde la explotación y la mala paga eran gemelas igual de monstruosas, una muy grande y la otra sin posibilidad alguna de crecimiento, enana hasta la burla. Se había mudado de ciudad, una y otra vez, buscando siempre alguna mejor oportunidad, un costo de vida más conforme con lo que podían aportarle sus escasos músculos. Hasta que las reformas laborales y de seguridad urgieron a los empleadores a solicitar siempre una identificación oficial y una serie de requisitos que le hacían imposible recibir algún encargo y mucho menos vender, aunque fuera de puerta en puerta, gelatinas desabridas, como había hecho para completar la renta antes o después de iniciar el turno. Ahí, como un molusco de tentáculos infinitos, lo aprisionó la desesperación, porque, entonces, si no le quedó más remedio que agotar bolsas, calcetines y sobres, haciendo cuentas de los meses, de los días y hasta de los bocados que aún podría llevarse a la boca. Así, llegó el día tan temido, aquel cuando la renta del más barato de los cuartos ya no podría ser pagada y, la amenaza de la calle se sumaba a la de su hambre siempre presente (porque había vuelto a la dieta ligera su modus vivendi), a la de la soledad y la vulgar demencia.

La soledad era un animal feroz. En la estampida de su huida, solo había mantenido comunicación, poca y breve, con su madre y con su exesposa. Hasta que la disparidad de los tiempos y la disminución de los dineros hizo imposible las charlas. Se enteró, casi por casualidad, leyendo un periódico, del deceso de su madre. Leyó atónito, incrédulo, en el texto habitual del obituario el nombre inconfundible. Leía y releía, entre gruñidos de pecho y estómago, entre bofetadas de reproches, con unos ojos enrojecidos pero resecos. Ella había muerto y él ausente, extraviado, no había podido despedirse. Incapaz de probar bocado por tres días, ni de dormir dos horas seguidas, con una tristeza amplificada por la culpa de no acompañar en los últimos días a su adorada mamá, por la vergüenza de no estar al lado del féretro, a cargo de todo lo necesario para brindarle las exequias como ella lo merecía. Con su exesposa, había llegado al acuerdo que lo mejor era informar a los hijos (un niño guapo, avispado y de una alegría inagotable, dos niñas tan hermosas como la mamá, tiernas hasta volver algodón de azúcar todos sus diálogos) de una orfandad obligada, no por la muerte sino por la ausencia constante, porque eran demasiadas preguntas sin respuestas, porque eran demasiadas peticiones de volver a verlo sin posibilidad alguna de cumplirlas. No estaba seguro de que fuera lo mejor, no estaba seguro en realidad de nada, pero (no podía recordar que silogismos lo llevaron a esa conclusión) era lo mejor para su crecimiento, aunque todos tuvieran que cargar con llantos copiosos, tristezas como desiertos y soledades donde el mar podría construir albercas. Cada día, al levantarse, tenía un pensamiento para cada uno de sus pequeños, recordaba su rostro e imaginaba como serían sus facciones en ese nuevo día que completaba años sin poder verlos, ni besarlos, ni tocarlos, ni guiarlos, ni acompañarlos, ni nada. Sus hijos crecían y el solo crecía en su olvido, sus hijos vivían y él no era sino una mancha en su memoria y un sustantivo en su curriculum. A la mujer que amaba no pudo decirle adiós, no quiso decirle nada cuando pudo y cuando quiso despedirse no hubo manera, no había habido sitio para abrazarla fuerte, decirle cuanto la amaba, pedirle que se fuera con él, o rogarle que lo esperara, no hubo sino silencio, salió de su vida como había llegado: con una sorpresa, aunque ésta fuera en realidad un drama de talla demasiado grande como para ser vestido. La miraba todo el tiempo, en cada muchacha que paseaba por la calle, en cada clienta que atendía, en cada modelo de anuncios de toda índole, en cada dama a quien no se había atrevido a pedirle limosna; no porque se le parecieran, sino porque él las reconstruía, las edificaba, las trazaba, las vestía según el recuerdo de quien tenía guardada en el corazón, bajo la piel y creciente en el deseo. Su soledad era una, terca, arbitraria, irredenta, aborrecible, hedionda, insobornable. Es, en realidad, una sola, su Soledad. Pero está construida de muchas soledades. Las de los hijos, la cual mordía como un hato de hienas, la de los amigos quien daba trompicones como cabras, la de los hermanos dando golpes irregulares en las costillas, la de los padres, un cúmulo de zarpazos en las ingles y en el plexo; la de la mujer amada, novia, amiga, compañera, amante, era como un puño cerrándose o golpeando en el corazón y una cuerda apretándose lentamente en el pescuezo y un agobio de hormigas hambrientas en el sexo, escociéndolo de puro abandono y extinción de recuerdos. La soledad era, tal vez, más dura, más insoportable, más mortal que el hambre, que el agotamiento.

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⏰ Última actualización: Sep 03, 2022 ⏰

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