- ¡No son más que bárbaros!-le habían dicho en su hogar sin importar todas las veces que Hermes había protestado.
Había sido en uno de sus muchos viajes sin destino en particular que había empezado a darse cuenta de que cada vez había más árboles, y que estos eran cada vez más altos, casi tapando por completo la débil luz del sol. Sin embargo, y a diferencia de su Arcadia natal, este lugar era más frío que su hogar y tan solo había unas pocas casas construidas con los precarios materiales que las gentes de allí podían encontrar. Ese maldito lugar era el más frío en el que jamás había estado. De hecho, la primera vez casi se había congelado al haber sentido por primera vez la dureza del invierno. Él, un dios, un ser por encima de molestias corporales como esas casi había sucumbido. Después de todo, este dios en su forma corpórea solo llevaba una chlamys y un pylos.
Por suerte, había sido salvado, y le habían dado ropas más adecuadas para este extraño clima que podía afectar a los dioses: habiendo aprendido de su error, ahora llevaba botas de cuero forradas con pelo, una capa hecha de pelo también, pantalones de lana de colorines brillantes y una camisa larga que le llegaba por debajo de las rodillas y que sujetaba con un cinturón decorado con escenas de los dioses de ese lugar: un hombre de cabello y barba rojos luchando contra un monstruo, un hombre tuerto colgando de un árbol, una mujer llevando un carro tirado por gatos... Las decoraciones eran intrincadas pese a lo simple de las figuras, y esto hacía que Hermes protestase cuando le decían que ellos eran criaturas inferiores sin razón ni inteligencia, que no podían compararse a los Olímpicos. También llevaba un gorro y unos guantes de piel de foca. Como estaban cosidos juntos, y como llevaba pantalones, le habían ridiculizado diciendo que parecía efeminado. Ares había sido el único que parecía entenderle, llevando unos pantalones con estampados geométricos más propio del Norte y el Este, de las tierras de sus hijas, las Amazonas. Pero esto apenas importaba, pues ni siquiera Ares podía imaginar los motivos por los que todos los años anunciaba su viaje al mismo lugar como si de una tradición se tratase. Hermes observó y paró a un pastor que seguramente estaría más preocupado por proteger a su ganado de los lobos esa noche, y le preguntó:
— ¿Sabe dónde está la casa de Laufey?
—Usted debe ser Fárbauti—Hermes se preguntó qué tipo de nombre era aquel; seguramente una mala traducción de Argifonte—. Debe seguir hacia delante.
— ¡Muchísimas gracias, mi buen amigo!—y mientras abrazabaal hombre, llevó la mano a la Bolsa que este llevaba a la espalda.
No sintió remordimiento por este pequeño hurto. Él era un viajero, uno que el día siguiente probablemente fuera a visitar Utgard, la única ciudad en aquel realmo, donde compraría algo bonito para ella.
Laufey era la mujer que lo había encontrado cuando se estaba congelando. Ella lo había llevado a su casa, un edificio de sólo una habitación con un hogar en medio. Este pequeño detalle le había recordado a Hestia, y cuando ella le había ofrecido comida y licor, él había dedicado una parte en sacrificio a esta diosa. Aquel día lo había hecho para agradecerle su bendición desde tan lejos. Cuando lo fuera a repetir otra vez, lo haría recordando como Hestia había sido la única en el Olimpo que, incluso con el corazón partido al ver a su hijo adoptivo partir hacia tierras hostiles, le había dado un beso en la frente y le había dado comida. La mayor parte eran frutas y vegetales secos, los cuales él había pedido específicamente sabiendo que en esa época del año se alimentarían de pescado y carne ahumados. También llevaba además panes dulces e higos, chucherías que llamarían más la atención de los niños pequeños.
El pastor no había mentido. Su casa aún tenía un tejado triangular del que colgaba la calavera de algún animal. Había unas inscripciones grabadas en la puerta, inscripciones que Hermes tocó mientras las descifraba. Laufey le había enseñado la magia de la escritura y las runas, y pronto las reconoció como las predicciones del futuro de los habitantes de la casa. Una sonrisa amarga apareció en su cara, pero la lágrima solitaria que cayó por su mejilla le traicionó. Se recompuso rápidamente, se secó las mejillas y cambió su sonrisa por una mucho más juguetona cuando llamó a la puerta. Inmediatamente escuchó ruidos rápidos y nerviosos en el interior que precedían la reunión, y entonces Laufey abrió la puerta.
Ella besó a su marido a modo de saludo. Era hermosa. Laufey tenía el pelo rojo, y solía compararlo con el óxido de algunos metales («Pero algunos metales son caros y de gran valor» «Adulador»), pero sus ojos eran del mismo verde que las hojas en primavera. Alguien más corrió hacia él y se abrazó a sus piernas. En su forma corpórea, Loki parecía haber heredado el pelo rojo, pero los ojos de color vino oscuro y la eterna sonrisa traviesa que no anunciaba nada bueno eran de su padre. También heredada de su padre era la habilidad para transformarse a voluntad, y también ambos tenían siempre el mismo brillo travieso en los ojos sin importar su forma. Hermes se fijó en lo rápido que había crecido, dado que casi lo había tirado al suelo. Si de algo podía estar seguro el padre, es que su hijo haría grandes cosas de adulto.
— ¡Padre! ¡Padre! ¡Mira!—El pequeño alzó la lira que había construido imitando la de su historia de Apolo y las vacas— ¡Puedo tocarla muy bien!
— ¿Y qué hacemos con ella?—Hermes preguntó tentativamente con la mano ya dentro de su bolsa de viaje. Los ojos de Loki se engrandecieron, y pronto dio su respuesta:
— ¡Cantamos gestas para los ricos y nos reímos de ellos para los pobres!
— ¡Muy bien, mi niño!—rio Hermes, dándole un dulce a su hijo, que lo agarró rápidamente y empezó a comérselo emitiendo un sonido exagerado de placer, una especie de nom-nom que le pareció adorable.
Sin embargo, casi tan rápido como había cogido su premio, Loki echó a correr y se escondió tras unos jarrones cuando vio la mirada estricta de su madre. «¡Ayer robó dos ovejas!», explicóexplicó mientras Loki seguía haciendo su sonidito sin importarle. Aunque aparentemente se le regaló, no se le escapó el guiño de su padre. A Hermes tampoco se le escapó el mismo gesto cuando su hijo fingió agachar la cabeza arrepentido. Esa noche Loki tuvo que hacer su sonido de nom-nom en un volumen más bajo mientras Hermes le enseñaba nuevos trucos a poner en práctica y le recompensaba con más golosinas. Ambos prometieron no decirle nada sobre esto a Laufey.
De tal palo, tal astilla.
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El viajero
Short StoryHermes, dios griego de los pastores, mensajeros, ladrones, magos, mercaderes y mentirosos, se embarca en un viaje al norte que ningún otro Olímpico puede entender...