Capítulo 1: Muerte.

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Respiraba lentamente, con esfuerzo. La máquina a la que estaba conectada hacía sonar un «vip» lento, pero fuerte.

Si era totalmente honesta, no recordaba exactamente cuanto tiempo llevaba conectada; tal vez semanas, meses o años. No estaba muy segura. ¿Ese ruido era el sonido de su mortalidad? Sí, lo era. Podía sentirlo en cada uno de sus músculos viejos y arrugados. Llevaba conectada demasiado tiempo, con los ojos cerrados por el esfuerzo de seguir aferrada a la vida. Solo lograba escuchar retazos de algunas conversaciones bajas. Gritos, murmullos, llantos. Todo era una maraña de revolturas.

Recordaba como su hija, Christine, la visitaba todos los días. Podía oler las margaritas que dejaba en el florero que estaba en la mesita de noche; olían como la primavera. Era lo que más olía en todo el día, hasta que terminaban marchitándose y eran reemplazadas por otro ramo (seguramente igual de hermoso). También escuchaba como lloraba hasta que sus lágrimas se secaban, sentía el tacto de sus manos tomando las suyas, como si esperara lo mismo de su parte. Pero no podía. Su cerebro estaba muerto, marchito. No había forma de regresarlo.

Se compadeció de su hija, quien tendría que salir adelante después de su partida. Se arrepintió de muchas cosas que hizo, que dijo. Cosas que nunca hizo por temor. Deseó poder despedirse de su preciosa hija, de sus nietos que siempre le estaban pidiendo galletas; aún recordaba cuanto amaba cocinar para su familia.

Adelaida Burgess tuvo una larga y próspera vida. Se graduó en una de las mejores universidades del país (siendo una de las primeras mujeres en lograrlo), se licenció en Literatura Antigua y Psicología forense, ganó premios como una de las mayores escritoras de la época al escribir los libros de la serie «para dummies». Se casó a los veintisiete años y tuvo dos hijos con su amoroso esposo, al que siempre amó y viceversa. De sus hijos, uno murió a la corta edad de dieciséis años por una sobredosis de nicotina y aunque cayó en depresión por el dolor que sintió en su momento, logró avanzar con esa opresión en su pecho gracias a la ayuda de su esposo y su hija.

Creció y envejeció con los años. Se superó y tuvo una vida próspera, amena y tranquila. Amó y fue amada con gran intensidad; fue una clase de amor que la llevó a recaer después de la muerte de su esposo. Nunca volvió a ser la misma después de la partida de Stefan, su amor eterno, quien murió a los setenta y siete años en una lucha continúa contra el cáncer... Había vivido solo quince años después de haber sido diagnosticado con la enfermedad, y diez años después, Adelaida esperaba poder reunirse con él en el más allá. Tenía fe de que así sería.

«Estoy cerca, querido», pensó con la respiración agitada. Los sonidos de la máquina se volvían cada vez más fuertes. Pronto, sintió como algo se desprendía de su cuerpo. Se sentía flotar.

El dolor paró y el esfuerzo por respirar se desvaneció. Sus ojos se abrieron, era como si hubiera recuperado sus fuerzas. Ahí, en donde vio una luz, observó a una mujer de tés oscura observarla con una sonrisa suave, como si llevara toda una vida esperándola.

Por primera vez en diez años, se permitió sonreír. Después de la perdida de sus padres, su hijo y esposo, esperaba poder hallar el descanso que tanto necesitaba. Llevaba esperando ese encuentro por demasiado tiempo.

La mujer le regresó la sonrisa, como si estuviera encantada con su presencia.

-Hora de muerte, 9:31 p.m.

-Es hora -le dijo con voz suave. ¿Así era la muerte? La imaginaba diferente-. Vamos.

Le tendió la mano, esperando la suya.

Pero primero necesitaba hacer una pregunta.

-¿Ella estará bien? -señaló a su hija, la cual había comenzado a llorar cuando los médicos llegaron y la declararon muerta. Veía todo fuera de su cuerpo, su alma ya no habitaba en su cuerpo, el cual se veía pálido y ojeroso. Todo eso era tan ajeno a ella. Solo era una expectadora más.

La muerte observó a su hija, quien no dejaba de sollozar en los brazos de su esposo.

-Tendrá una larga vida -le aseguró-. Superará tu muerte. Avanzará, como tiene que ser.

Asintió, comprendiendo.

-Hubiera preferido la verdad, querida -le dijo con una sonrisa suave. La muerte la miró con sorpresa, pero pronto la observó con cierta tristeza incluída-. No puedes engañar a una madre, señorita. Nuestro instinto nunca falla.

-Ya veo -respondió con ternura-, pero debemos irnos. No quiero llegar tarde.

No preguntó a donde más tenía que ir, pero suponía que la muerte debía tener una agenda muy apretada todo el tiempo, así que se limitó a tomar su mano y esperar por lo que pasaría... Fue algo rápido, la mujer extendió sus alas; una par oscuras, repletas de plumas que se desprendían y volví a a crecer con cada movimiento que hacían, y, en un parpadeó, las elevó en el aire, atravesando el techo del hospital como si fueran humo y siguieron hasta más arriba.

Sus ojos picaron por la velocidad, pero se sintió plena en cuanto el aire la rodeó.

Rió, lista para ser recibida por su familia.

Pero eso nunca pasó.

Y nunca pasaría.

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Pregunta del día:

¿Qué esperan que suceda?

Atte.

Nix Snow.

ADELAIDA || THE SANDMANDonde viven las historias. Descúbrelo ahora