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Abril 10

Las piezas musicales se reproducían cariñosamente en la habitación, cada nota rebotando en las paredes estructurando poco a poco el Ave María de Schubert. La melodía le recordaba a sus días en el seminario, la paz que se respiraba ahí, un lugar repleto de naturaleza y olor a eucalipto que, hasta ese día lo transportaba a los lugares más ámenos de su mente.

Nicholas era un buen hombre. Con veintidos años, se convirtió en el sacerdote más joven que había estado en la iglesia en la que fue encomendado por su seminario. Era una responsabilidad que consideraba muy grande, no tenía la experiencia suficiente para llevar a cabo un cargo de esa magnitud, pero gracias a Dios, estaba haciendo las cosas bien. En poco tiempo, se ganó el cariño y la confianza de los feligreses que asistían a las celebraciones del templo, conociendo sus miedos y pecados, e intentando de la mejor manera aconsejarlos para que fueran por el camino correcto.

El libro sagrado reposaba en su regazo, sus oraciones chocaban entre respiraciones lentas contra el rosario que se encontraba cerca de su boca, las plegarias pronunciándose en la perfecta coordinación de su memoria. Recitaba la última oración cuando alguien tocó a su puerta.

—Pasa —Dijo con amabilidad, dejó el libro santo y el rosario en la silla, a un lado. La puerta se abrió con lentitud, y apareció Sofia asomándose un poco; la joven encargada de la limpieza del templo con la timidez que la caracterizaba.

—Hay alguien que lo busca, padre —Pronunció, frotaba las manos en su vestido un tanto desaliñado—. Traté de evadirlo, pero... fue muy insistente.

—Voy en un segundo. Muchas gracias, Sofia —Le dirigió una sonrisa paternal a pesar de solo ser solo un año mayor. La chica asintió y lo miró por un segundo con curiosidad, luego regresó a sus deberes en el templo. Nicholas observó por última vez la escultura del señor Jesucristo frente a él, y con una persignación salió de la sala de oración.

Los sonidos de sus pasos se transformaban en ecos estrepitosos y profundos en la soledad de la iglesia a las ocho de la noche. Su corazón latía un poco más de lo normal, sus pies se arrastraban en movimientos pesados, friccionándose contra el suelo de mármol. A su lado, se encontraban las pinturas mirándolo con cautela, como de seguro habían estado haciéndolo durante siglos con los otros curas en el seminario. Sin embargo, Nicholas sentía que la mirada de los santos era diferente, como si estuvieran analizando cada movimiento que hacía, como con cautela, esperando el momento oportuno para juzgar sus acciones.

Al asomarse por el altar encontró una figura sentada en uno de los bancos del templo. Mantenía las manos en su regazo, su mirada dirigida hacia el techo, tal vez analizando las pinturas que habían sido pinceladas hace muchos años. Nicholas se detuvo un momento y respiró con profundidad. Reconocía de quien se trataba, sabía perfectamente quien era ese muchacho, sus cabellos oscuros y rizados eran inconfundibles, y mucho menos cuando se trataba de él en específico.

Se acercó a él, el sonido de sus pasos se intensificaba en el lugar vacío, hacía mucha más notoria su presencia. El muchacho bajó la cabeza para mirarlo, pudo ver como sus ojos se iluminaban.

Una sonrisa se dibujó en su rostro, y se sentó a su lado.

—Escuché que mi presencia era inaplazable aquí, ¿sucede algo, Charles?

El joven sonrió junto a él y asintió con la cabeza.

—Tiene toda la razón usted, padre... —Su tono de voz era apagado, pero con presunción—, más de lo que se imagina.

Nicholas tragó en seco, juntó sus manos entre sus rodillas. Charles lo miraba con los ojos muy abiertos, Nicholas podía ver su reflejo en ellos.

—Adelante.

Por alguna razón - Nick y CharlieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora