CAPÍTULO XVIII

14 3 4
                                    

                                     BRINA

Sentí como se me oprimía un poco el pecho al ver a Dánae abandonar mi casa de esa manera. Quise gritarle, pedirle que se quedara y me ayudara a planear la forma de contarle la verdad a Deimos, pero mi voz se perdió en algún lugar de mi garganta y el único sonido que salió fue un débil quejido.

Me incorporé despacio, mis piernas quejándose por el esfuerzo. Los calambres en la zona de atrás de la rodilla me hicieron soltar un insulto.
Casi solté una carcajada de lo irónico que todo me parecía. Años de duros entrenamientos diarios que no me habían hecho sentir ni la mitad de débil de como me encontraba en ese momento. No solo débil, vulnerable, mediocre, incapaz de nada. Y la lista seguía y seguía. Habían sido unas semanas muy largas con la única compañía de mis pensamientos.

Me encerré en el baño sin miedo a ser perseguidas por los dos monstruitos que eran mis hermanas, y ese simple pensamiento me oprimió el pecho aún más.

Los ojos gemelos en el reflejo me miraban con pesadez y un gran letrero en la frente que decía "das asco".
Suspiré, el dióxido de carbono cerrándome la garganta.

Agarré con fuerza el kit de primeros auxilios que mamá guardaba en el fregadero del baño. Debía limpiar las heridas que aún no cicatrizaban o me ganaría una visita a urgencias y, posiblemente, heridas nuevas.

Sabía que Dánae quería preguntar, que la curiosidad le carcomía mientras me escaneaba con esos ojos iguales a los de su hermano. Pero agradecía que no lo hubiera hecho. No habría sabido qué decir.

Humedecí el algodón con el suero fisiológico, al tiempo que unos toques en la puerta me detuvieron de todo lo que estaba haciendo.

− ¿Bibi? - la voz de Thalía hizo que se me encogiera el corazón – Sé que estás ahí. Tu madre me lo ha contado.

Sin poder controlar mis pensamientos, el recuerdo vívido de lo que pasó me azotó como un huracán.

Siete días antes

Una tormenta atroz me había despertado un par de horas antes de lo normal.
Ahí supe que el día solo iría de mal en peor. Y no me equivoqué.

El desayuno fue una completa tortura. Entre el incesante sonido de la lluvia azotando con fuerza la ventana y la mirada penetrante de mi único acompañante en la mesa, se puede decir que fueron los peores veinticinco minutos de mi vida.
Darcio y yo nunca fuimos devotos el uno por el otro, era algo innegable. Él sabía que yo solo le veía como la pareja de mi madre, alguien que no tenía ni voz ni voto en la casa y que no era una figura de autoridad para mi o mis hermanas.

Él discrepaba, por supuesto. Se excusaba diciendo que, debido a la temprana edad con la que había conocido a Nad y Calla, se sentía como un "padre" para ellas. Y ejercía de padre, solo en lo malo.

Para cuando mi madre despertó a las niñas y bajaron a desayunar, sentía que me había dejado un agujero en la frente de tanto retarme con la mirada.

Las clases solo fueron un breve y doloroso recordatorio de lo mucho que odiaba ese pueblo y a su gente.
Gritos, peleas, acoso en los pasillos y aulas... no era un centro seguro y, para mi desgracia, tenía que soportar la idea de Nad sobreviviendo en él cuando me graduara, y Calla después de ella.

La vuelta a casa fue aún peor. Mamá no me dejo conducir hasta clase debido a la lluvia y tampoco fue capaz de recogernos cuando finalizó el período escolar. Así que nuestras únicas dos opciones eran andar bajo la lluvia y arriesgarnos a que nos cayera un rayo o coger el autobús escolar, que venía siendo igual de peligroso.

Como cada vez que mamá nos obligaba a cenar en familia, desconecté completamente de la conversación y me sumí en una ola de pensamientos destructivos que incluían apuñalarme la frente con un tenedor para no tener que seguir escuchando a Darcio hablar.
No fue hasta que un puño golpeó la mesa, haciendo que las bebidas salpicaran y algún que otro vaso cayera al suelo, que no salí de mi ensimismamiento.

Darcio estaba rojo de cólera, gritaba sin parar algo sobre niñas impertinentes y de cómo darles una lección, Calla lloraba en silencio y Nad le medio retaba con la mirada, aunque pude notar un destello de terror en sus ojos color cielo. No había ni rastro de mamá.

La mano del hombre hizo contacto con la mejilla de mi hermana y yo sentí como si el mundo se me viniera encima.
Me incorporé de inmediato, mi mano agarrando con fuerza su muñeca haciendo que su atención se fijara en mi y dije:
− Vuelve a tocar a mi hermana y no dejaré de ti ni las cenizas para un funeral -

De ahí en adelante todo fue un completo caos. Darcio usó la mano que no sujetaba para agarrarme con fuerza del pelo, obligándome a levantar la mirada. Nad arrastró a Calla bajo la mesa cuando mis ojos abandonaron su usual marrón por un intenso escarlata al hacer uso de mi magia.
Sabía que mi magia no estaba a la altura de la Darcio, que tenía todas las de perder y que solo acabaría haciéndome daño, pero la imagen de mi hermana con una mano marcada a un lado de su cara y sus ojos cargados de puro terror fue lo que me impulsó a cometer el que podría haber sido el peor error de mi vida.

Lo primero en prender fue la camisa de cuadros que llevaba, el fuego consumiendo la tela de manera imparable. Fue la distracción que necesité para encajarle un puñetazo justo en la nariz, que crujió y salpicó sangre allí donde llegó.
Él retrocedió, cohibido no solo por el golpe sino por la calor asfixiante que sabía podía sentir en su interior.
Mi pie descalzo impactó contra su pecho haciéndole trastabillar hasta caer de espaldas en la moqueta del salón. Me puse a ahorcadas sobre él y encajé golpe tras golpe hasta que no pude ver más allá de la sangre salpicada en el suelo, mi ropa, mi cara, mis manos...
Era como si una fuerza mayor a mi misma estuviera alzando los hilos que conectaban conmigo, un titiritero que tenía todo el control sobre mí.

Unos brazos me sujetaron con fuerza de la cintura, clavándome las uñas hasta que sentí el calor de mi propia piel abrasándome. Luché todo lo que pude contra la persona a mis espaldas, pataleando, gritando e incluso mordiendo. Pero todo fue inútil, sus brazos se aferraron con una fuerza descomunal a mi cuerpo, prohibiéndome volver atacar a Darcio.
No paré hasta que un grito agudo se hizo paso entre mis sentidos.

Nadiya abrazaba con fuerza a una aterrada Calla, que evitaba mirar la escena. Mamá intentaba sacarlas de debajo de la mesa, aferrada con fuerza a lo que quedaba del mantel de Navidad que papá compró hacía mucho tiempo.
Un intenso olor a quemado reinaba en la casa. Toda la cocina se encontraba cubierta de un humo negro parecido al que la vieja chimenea soltaba de vez en cuando, las tuberías inundando la encimera oscura.
Los marcos de fotos colgados a un lado de la escalera ahora ahogaban el suelo de todos los escalones con sus cristales rotos y sus fotos con las esquinas chamuscadas.

Darcio seguía en el suelo, una mancha roja a un lado de su cabeza hacía juego con el color de su pelo. La mesita del salón estaba reducida a cenizas, un gran agujero justo en el centro del viejo sillón de papá hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas.

Dejé de luchar cuando la persona que me sostenía consiguió sacarme de la casa. Mis pies (aún descalzos) dejaban marcas negras por donde pisaba. El calor abandonó mi cuerpo, envolviéndolo en una ola de terror cuando reconocí las manos magulladas y las botas de combate del tío Zander a mi espalda.

Me depositó con algo de fuerza dentro de su vieja camioneta, en la parte trasera, y casi corrió al asiento del conductor.
Pude ver la piel en carne viva de sus manos cuando intentó agarrar con fuerza el volante. Tenía la marca de mis dientes cerca de sus nudillos en una de sus manos. El vello en sus brazos había desaparecido ahí donde mis uñas habían tocado. En su ojo derecho empezaba a formarse un morado debido a uno de mis codazos y le sangraba la nariz.

Le vi mover los labios aprisa, diciendo algo que no alcanzaba oír. Era como si mi cabeza estuviera bajo el agua y su voz en la superficie, imposibilitando mi capacidad auditiva.
Miré mis manos, cubiertas de un rojo intenso que me dio arcadas. No podía respirar, sentía que las puertas del coche me ahogaban, cada vez volviéndose más pequeño. Los árboles a nuestro alrededor lo sabían, lo susurraban, podía sentirlo.
Me palpitaba la cabeza y sentía mis ojos cada vez más pesados, rogando que se cerraran, que acabara con todo el malestar.

El trayecto en coche fue más rápido de lo que hubiera querido y tenía la teoría de que se debía a la velocidad a la que mi tío conducía, y a la cantidad de faltas de circulación que había cometido con tal de llegar ahí.

El campamento había perdido todo el olor a familiaridad y añoranza que tanto adoraba. Todo el malestar que había cultivado durante el viaje solo se intensificó al ver como Zander me obligaba a bajarme de la camioneta y me depositaba frente a los campistas que aguardaban.
Dijo algo en voz alta, los campistas más jóvenes echaron a correr al bosque. Algunos de los más mayores los siguieron de cerca, otros clavaron los pies en el suelo.

Zander giró su cuerpo hacía mi, dándole la espalda a los que se quedaron a presenciar la escena y me miró por un breve segundo. Pude detectar un deje de arrepentimiento en sus ojos marrones, pero fue el sentimiento de decepción grabado a fuego lo que me provocó un escalofrío.
Fue ahí, arrodillada frente a una de las personas que más confiaba en mi vida, que recé una oración a las Diosas por primera vez en mis dieciocho años.

El primer golpe hizo que me sangrara la ceja, cubriendo mis ojos de la sustancia roja que tanto pringaba el resto de mi cuerpo. Después vino el segundo, y el tercero. Y perdí la conciencia.

Otro golpe en la puerta me devolvió a la realidad.

− ¿Bibi? ¿Puedo pasar? - no me dio tiempo a contestar. Los ojos azules de Thalía me recorrieron de arriba a abajo en cuanto puso un pie en el oscuro cuarto de baño. Sus propios ojos se llenaron de lágrimas al verme intentar sonreír.

𝑺𝒆𝒓𝒆𝒏𝒅𝒊𝒑𝒊𝒂 ~ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora