En la puerta de la prisión, el abuelo de Elvira espera a la mujer que conoció en su anterior visita. No le han permitido ver a su nieta. Está enferma, le han dicho. Pero han cogido la lata de cinc donde le llevaba siempre la comida, y se la han devuelto vacía, buena señal. Y ahora espera a Pepa, la hermana de la mujer que escribe su diario en un cuaderno azul.
-Señorita.
Es menuda, y rubia. Camina con pasos cortos, acelerados, porque ha empeado a llover.
-Señorita.
Va enfundada en un abrigo demasiado grande. Y un mechón de cabello se le escapa de la toquilla que cubre su cabeza, una toquilla negra bastante ajada.
-Señorita.
El anciano se levanta apenas el sombrero para saludar mientras se acerca a ella.
-¿Es a mí?
-Usted perdone, señorita.
Ninguno de los dos lleva paraguas. Y ambos tienen los ojos de un color azúl clarísimo, casi celeste.
-¿Sabe usted algo de mi nieta?
-¿De quién?
-Elvira González Tolosa, mi nieta.
-¿La chiquilla pelirroja?
-Exacto, sí.
-Está con mi hermana en la galería, pero hoy no ha salido a comunicar.
-Ya, ya, precisamente. Verá...
-Ahora me acuerdo de usted.
-¿Se acuerda?
El anciano levanta las solapas de su chaqueta para cubrirse el cuello. Viste traje y corbata negros, pero no lleva abrigo y a Pepa le extraña porque su aspecto es de un gran señor y la calidad de su vestimenta se advierte hatsa en el fieltro de su sombrero.
-Sí, que le trataron de muy malas maneras, muy malamente, sí. Venga, arrímese aquí que nos vamos a empapar.
El anciano la sigue, y una vez a resguardo, se levanta el sombrero.
-Perdone, no me he presentado. Me llamo Javier Tolosa Ibarmengoindia.
-¡Josú!
-Encantada de conocerla.
-Josefa Rodríguez García, para servirle.
Pepa siente lástima al verlo tan caballero, y tan aterido. Sus miradas azules se encuentran por primera vez. A ella la calienta un abrigo que había sido de su padre, y no sabe que el abuelo de Elvira vendió el último que le quedaba hace apenas una semana.
La joven se dispone a escuchar al anciano. Observaba su delgadez extrema, su piel finísima y pálida, casi transparente, la elegancia de los dedos largos que sujetan la solapa que abriga su garganta.
-Usted dirá.
En cuanto el abuelo de Elvira comienza a hablar, Pepa percibe la fragilidad en su voz. La conoce bien, esa fragilidad. Palabras a medias. Palabras buscadas y silenciadas antes de llegar a los labios.
-Me han dicho que está enferma, pues.
Palabras que se niegan a ser pronunciadas.
-¿Le ha dicho algo su hermana, de mi nieta...?
Él quiere preguntar algo más.
-¿Sabe usted si...?
La lata de cinc tiembla en la mano de don Javier Tolosa Ibarmengoindia. Si ha muerto, quiere preguntar. Pepa sabe que es eso lo que el abuelo de Elvira quiere preguntar. Y sabe que no se atreve a preguntarlo.
-Le han cogido la comida, ¿no?
Dice, señalando la lata vacía.
-Sí.
-Entonces no se preocupe.
Y le cuenta que ella regresó a su casa con la lata llena la última vez que visitó a su padre en la cárcel de Porlier.
-Mi padre era maestro tornero en Córdoba, ¿sabe usted?
Le dice que se vinieron de Córdoba al acabar la guerra, porque su padre estaba en la República y allí lo sabía todo el mundo.
-Y aquí lo debían de saber también, porque lo trincaron nada más llegar a Madrid.
No le traigas más comida, no la va a necesitar, dice que le dijeron en la puerta de la cárcel de Porlier. Y rechazaron la lata cuando Pepa se disponía a entregarla. Tu padre ya no está aquí. ¿Y dónde está? No está. No preguntes, vete, y no vuelvas más. Y mucho cuidadito con llorar y formar escándalo.
-Así lo supe yo.
Dice, señalando su propia lata.
Así supo que no volvería a ver a su padre.
-Y así sabe usted que su nieta está ahí dentro.
Pepa señala esta vez la lata vacía del abuelo de Elvira.
Y el anciano controla la intención de sus ojos. Y ella también.
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LA VOZ DORMIDA
Ficción históricaLA HISTORIA SILENCIADA DE LAS MUJERES QUE PERDIERON LA GUERRA. Un grupo de mujeres, encarceladas en la madrileña prisión de Ventas, enarbola la bandera de la dignidad y el coraje como única arma posible para enfrentarse a la humillación, la tortura...