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Ciudad de Attos, reino de Eskambur - Grant Palace

Al emperador Lucien no se le había visto salir de su estudio en semanas, no al menos hasta aquella noche; cuando las puertas de madera se abrieron de par en par y salió disparado a través del pasillo.

A su espalda caminaba apurada Leonor, en una fiera lucha con sus tacones para no perder el ritmo.
Sus soldados personales también lo siguieron y aunque no entendieron hacia donde se dirigía o de que se trataba todo aquello, la insistencia de la reina para que el emperador detuviera el paso no les dio buena espina.

—Lucien por favor —Pedía agitada.

Pero el joven, que iba como un toro tras una bandera, no parecía escucharla. O lo hacía, solo que no quería prestarle atención.

Algunos de los criados lo vieron girar en la esquina del pasillo y se doblaron de inmediato en una reverencia que él ni siquiera notó. Llevaba las manos convertidas en puños y aún si nadie podía notarlo, un remolino en la cabeza.

Al llegar al patio de armas, a su madre ya no le quedaba aire en los pulmones ni energía para rogarle que entrara en razón. O en su versión de lo que era eso.

Pues desde el punto de vista de Lucien, ni ella ni Iliam conocían nada a cerca de la razón o la lealtad.

—Majestad —Corearon algunas voces cuando los soldados se percataron de su presencia.

Entonces recibió más reverencias y por supuesto muchas miradas, algunas sorprendidas y otras aterradas por su aspecto físico.

Un problema del que él no parecía haberse dado cuenta aún, pero que con solo mirarse a un espejo podría ser notado. Su cuerpo era más menudo que antes, los músculos con los que solía llenar su armadura comenzaban a convertirse en un recuerdo y la tez de su piel daba indicios de insalubridad.

Iliam fue uno de los muchos que se quedó como congelado mientras lo miraba. Aunque en el fondo, estaba más bien meditando la situación.
Pensando en lo terrible que podía volverse el cuerpo cuando la mente o el corazón enfermaban.

—Nos alegra verle, emperador —Comenzó diciendo, de pie a unos dos metros de distancia de la punta de los pies descalzos de Lucien. Con el yelmo de su armadura acomodado bajo el brazo derecho.

Se trataba de una pieza de acero que tenía trazada cuidadosamente el ancla de los Bulloch en diferentes partes. Era bastante nueva, pues Iliam la había hecho forjar durante los días que estuvo enfermo.

—Las tropas...

—¡Maldito traidor! —Gruñó Lucien corriendo hacia él antes de que pudiera decir algo más.

El castaño lo vio aproximarse con el rostro rojo de la ira, pero todo sucedió rápido y de una manera fan inesperada que no logró moverse a tiempo para esquivar su ataque y ambos terminaron colisionando contra el suelo de barro.
Solo que Lucien quedó encima y él debajo.

Los soldados a su alrededor quedaron más que anonadados con la escena. Sin embargo ninguno tuvo el valor de intervenir, al menos no de forma inmediata.

—De mi madre esperaría cualquier cosa —Gritó Lucien atestándole un puñetazo en la cara a su mejor amigo —. Pero ¿De ti? —Preguntó volviendo a golpearlo.

Sir Iliam no dijo una sola palabra, es más, ni quisiera se movió o intentó defenderse. Solo permaneció ahí como un saco de entrenamiento, recibiendo golpes una y otra vez hasta que las manos y la ropa de Lucien estuvieron tan manchadas de sangre como para hacerlo sentir que se lavaba un poco la culpa.

Para Lucien fue diferente, romperle la nariz no le parecía suficiente, pero tampoco le habría bastado romperle la mandíbula o arrancarle el corazón.

OSBORNE: El destino de una dinastíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora