No éramos nada. ¿Qué éramos? ¿Una pareja poco convencional? ¿Acaso dos novios con demasiado espacio para sí mismos? No, en realidad no éramos nada de eso. Ni siquiera éramos dos personas que habían hablado en serio. ¿Hablar en serio, digo? Eso era pedir mucho.
Lo único que verdaderamente nos ataba -y lo que en cierto modo nos liberaba- se reducía a una única cosa: sexo. Y sexo puro y duro, sin ataduras, compromisos o ceremoniosidades. Todos nuestros encuentros habían sido fugaces, apenas acabados en minutos, un hola y un adiós entre los que nuestros cuerpos buscaban el uno en el otro un momento de puro goce carnal. Cuando él se marchaba siempre decía lo mismo: "Te veré otra noche". Y por la mañana, cuando yo abría los ojos, no pensaba en la sinceridad de sus palabras. Simplemente sabía que otra noche, la que fuese, él aparecería para estar conmigo, para disfrutar de mí como yo disfrutaba de él. Hasta la próxima. Pero una noche no disfrutó de mí, sino conmigo.
El despertador dorado de mi mesilla indicó las dos de la mañana cuando el teléfono me dio un susto de muerte. Sin encender siquiera la luz salí disparada y dejé la dulce calidez de las mantas para coger el condenado aparato. Por poco se me cayó de las manos cuando descubrí de quién se trataba.
-¿Estás en casa?
Sonaba serio y a la vez emocionado, una curiosa y casi antagónica mezcla de hieratismo y fogosidad.
-Sí, aquí estoy -le contesté, con la voz ronca. Al momento carraspeé.
-No veo encendida la luz de tu cuarto.
Llevé los ojos a mi ventana, enloquecida. ¡Estaba en la calle y ni siquiera me había avisado de que venía! Abrí la ventana y me asomé. Allí estaba, un bulto alto en medio de la húmeda acera como una farola apagada y tiesa.
-¿Puedo subir? -me preguntó, sosteniendo el móvil junto a su rostro.
-No son horas -contesté, sonriéndole desde la ventana.
-Tengo ganas de ti -me dijo, tan seca y directamente que se me formó un nudo en la tráquea, ese desagradable, conocido y a la vez delicioso nudo que solía formárseme como una especie de preludio al rato de sexo posterior. Eché un hondo suspiro al aire y asentí.
-Vamos, sube.
Vi cómo él se acercaba al sombrío portal del edificio. Yo eché a correr por la habitación y me miré al espejo. Despeinada, sin maquillaje, sin ligueros a mano, en sequía de ideas juguetonas y con un camisón de abuelita envidiable. Lleno de frunces por todos lados. Le faltaba la gorguera almidonada. Cuando se me pasaron las ganas de llorar me dio por reír.
El timbre de la puerta resonó por mi apartamento y poco después se apagó en el silencio nocturno. El corazón se me iba a salir por la boca. ¿De qué iba a servirme decir "un momento"? Yo no tenía solución. Resignadamente me calcé mis zapatillas de piel de leopardo -hortera yo, lo confieso-, salí de la alcoba, crucé el pasillo y abrí la puerta. En el umbral apareció él, con las manos en los bolsillos y nada más. No me miró de arriba abajo. No juzgó con la mirada mi lamentable atuendo. No desapareció su tenue sonrisa al verme. ¿Acaso tenía yo esa noche el mismo aspecto que otras noches? A la vista estaba que no. Entonces, ¿a santo de qué esa expresión impertérrita?
-¿Puedo pasar?
Mi extrañeza tornó en asombro. ¿Cómo podía preguntarme aquello cuando nunca antes lo había hecho?
-Pues claro. Pasa. -Me aparté a un lado y dejé que entrase más en casa. Apenas me dio tiempo a cerrar. En cuanto me di la vuelta me vi en sus brazos, unos brazos fuertes que yo ya conocía muy bien por su habilidad para dejarme sin aliento. Sin embargo algo noté en su forma de abrazarme que era distinto, una dulzura que pocas veces había probado estando con él. Y con los abrazos vinieron los besos, unos besos cargados de pasión y de fuerza creadora. Fuerza sensual y sexual.
Cuando sus labios se fundieron con los míos y el torrente de besos desembocó en una excitación casi inmediata gemí por puro instinto. Sus manos acariciaron mi espalda y me arrancaron de la piel un sinfín de escalofríos. Noté en mi vientre la dureza de su miembro erecto, apretado y dolorido bajo sus pantalones. Supe perfectamente lo que eso significaba. Me zafé de sus brazos y traté de ponerme de rodillas para prodigarle una buena mamada. Sabía que le volvían loco, que disfrutaba mirando desde arriba cómo me metía en la boca su polla y cómo succionaba hasta hacerle perder el sentido. Pero aquella noche no me dejó.
-No -me susurró, cogiéndome de la cadera, apretándose contra mí y arrebatándome después el aliento de nuevo con aquellos besos como hechos de miel. Le rodeé el cuello con mis brazos y dejé que me condujera hasta donde él quisiese. Me cogió de los muslos, me alzó en brazos y me llevó hasta el dormitorio. Caímos juntos en la cama y él comenzó a remangarme el odioso camisón, hasta dejarme por fin desnuda y tendida boca arriba, completamente rendida a sus caprichos. Ni uno solo podría negarle esa noche. De alguna forma siempre le daba lo que quería, aunque nunca me lo dijera. Antes de aquella noche las dudas asaltaban mi cabeza con cierta frecuencia. La pregunta más usual era: "¿Por qué vuelve aquí?"
Cuando volví a fijarme en él se había desnudado sobre mí, con mis rodillas juntas entre sus piernas. Y estaba excitado, muy excitado. La humedad de mi bajo vientre al verle en tal estado llegó a mojarme los muslos. No podía mantener más rato las piernas unidas. Las doblé y las abrí, mostrando mi vulva caliente e hinchada sin tapujos ni vergüenza. A esas alturas daba todo igual.
Vi cómo se llevaba dos dedos a la boca, humedeciéndoselos, y al poco esos dos mismos dedos me acariciaron el clítoris con una maestría diabólica. Nunca antes le había visto tan sumamente entregado a mí. Más pareciera estar buscando mi propio placer antes que el suyo. Incluso llegué a asustarme.
-¿Estás bien? -acerté a preguntarle, entre suspiros de excitación.
-¿Lo dudas?
-No.
No nos dijimos ni una sola palabra más. ¿Es que hacía falta?
Cayó entonces sobre mí colmándome de besos y de pequeños mordiscos, y yo rodeé sus caderas con mis piernas, más que dispuesta a que me follara. Un momento. ¿Follar? No, aquello era algo más. Era cruzar las puertas del cielo, hacer un tour por todas las atracciones del placer y volver a casa borracha de lascivia.
En eso pensaba cuando empujó su miembro, duro como una piedra, contra mi vulva. Me sentí invadida y conquistada, rota por dentro y a la vez plena en poderío. Cerré los ojos y dejé que el ritmo de sus embestidas me llevase poco a poco al orgasmo mientras los besos y las caricias no dejaban de indicarme que algo en él había cambiado.
Mis suspiros se transformaron en gemidos, y los gemidos en gritos ahogados. Su propia respiración fatigosa mezclada con palabras dulces me hizo alcanzar el orgasmo con más violencia que de costumbre. Chillé, y él gimió conmigo. Sentí cómo derramaba su blanco néctar en mi vagina y cómo su polla abandonaba mis vísceras. Mi cuerpo entero parecía ir a reventar de placer.
Cuando el orgasmo dio paso a la placidez y al cansancio se tendió sobre mí y dejó que le acunase entre mis brazos. Hundió su rostro entre mis pechos y me los besó, tan exhausto como yo.
-Hoy no te vayas si no te apetece -le dije en un murmullo. Entonces se apoyó en los codos y fijó sus ojos en los míos. Aun en medio de la oscuridad supe que aquella mirada tenía un brillo especial, un brillo cuya naturaleza aún no podía identificar.
-¿Dejaré de verte alguna noche? -me preguntó.
-No, si no quieres.
-¿Y quieres tú?
-¿Dejar de verte?
-Sí.
-No, eso nunca.
Cuando volvió a acomodar la cabeza entre mis pechos, me sonreí. Acaricié su cabello y le besé con mimo. Por fin sabía cuál era el cambio que se había producido. Y guardé silencio, feliz.
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