La pelirroja bajó del coche con el corazón a mil por hora y vio que un hombre estaba desplomado en el suelo.
—Joder, es un señor —gritó asustada.
—Vámonos de aquí —el tono de voz del moreno detonaba preocupación.
— ¿Pero qué dices? No podemos dejarle así —le daba pequeños golpes en la cara para ver si reaccionaba. Ni siquiera estaba segura de que pudiera seguir vivo.
—Como me lo haya cargado, puedo ir a la cárcel.
—Ya sé —rebuscó en los bolsillos del abrigo hasta que dio con su móvil, que estaba bloqueado—. Mierda —protestó. Enseguida se fijó en que podría desbloquearlo con la huella digital de aquel extraño, por lo que le cogió el dedo hasta que lo consiguió.
Llamó al 112 y, después de explicar lo ocurrido, una vez que había comprobado que respiraba, le echó a un lado de la carretera para que no le atropellara nadie más y se marcharon de allí.
En los minutos que transcurrieron hasta llegar a su destino, ninguno de los dos pronunció una sola palabra.
Una vez en las afueras de la mansión, aparcaron el coche para intentar no ser vistos, aunque no tuvieron esa suerte. Cerca de allí, se encontraba un chico de pelo oscuro y ojos tan azules como el cielo cuando está despejado, que vestía entero de negro y les observaba apoyado en una pared. Se acercó hasta ellos, que enseguida abrieron los ojos como platos al percatarse de que habían sido descubiertos.
— ¿Qué tal, jóvenes kamikazes? —Sonrió de medio lado—. ¿Os gusta eso de atropellar gente?
Atenea y Alberto se miraron incrédulos. ¿Cómo era posible que supiera lo ocurrido con aquel hombre si no había nadie alrededor? Lo que no sabían es que aquel siniestro tipo fue el verdadero culpable. En el momento que pasaban por allí con el coche, él se encontraba escondido tras un árbol, a oscuras, apuntando con una pistola por la espalda al hombre, al que después empujó a la carretera.
—No sabemos de qué estás hablando —el moreno intentó fingir que no ocurrió nada, sin éxito.
—No te hagas el loco, lo he visto todo —su sonrisa se ensanchó aún más. Un escalofrío recorrió la espalda de la pelirroja—. Pero no os preocupéis, mi boca permanecerá cerrada si me hacéis un favor.
Entraron en la mansión, la fiesta ya había comenzado. Miraron alrededor y pudieron observar a gente bastante elegante y con ropa cara manteniendo conversaciones en grupos. Se fijaron que al fondo se hallaba una mesa llena de comida y que solo una persona comía. En otra ocasión, Atenea estaría deseando acercarse a probar bocado, sin embargo, aquella vez todo apetito desapareció. Clavó sus ojos en un joven de ojos azules que sujetaba una botella llena de chocolate líquido y se dio cuenta que él era uno de sus objetivos. Era bastante atractivo, pensó, con un aire misterioso y oscuro.
Decidió acercarse a él cuando una rubia de pelo largo hizo su aparición. Después de intercambiar unas palabras, el chico se alejó de allí. La pelirroja, con cara de fastidio, miró a Alberto, que estaba más alejado y asintió, señal de que debía ocuparse de él. El moreno se dirigió a los baños, donde entró el otro chico y cerró la puerta hasta dejarla atrancada para que no pudiera salir.
Atenea sacó una pistola y comenzó a disparar. Los invitados gritaban, algunos salieron de aquel lugar corriendo mientras que otros se escondían debajo de la mesa. Se fijó en que la chica rubia aún permanecía en el mismo sitio, por lo que decidió apuntarla mientras que estaba levantaba los brazos, temblando. Volvió a disparar, esta vez la bala pasó rozando el brazo de la chica de cabellos dorados, avisándola del peligro que corría. En el tercer disparo, la joven había cerrado los ojos, estaba demasiado asustada. Cuando apretó el gatillo, vio que la bala impactaba en un plato lanzado por el chico de ojos azules que la acompañaba esa noche. Enseguida agarró el brazo de Alberto para huir de aquel lugar.
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Hasta que la muerte nos una
Romance¿Qué pasaría si la muerte de la persona que más quieres te une a la persona que más odias?