Era de noche, estaba con mi hermana y mi madre en un metro, de pronto todo se empezó a mover, las luces se convirtieron en intermitentes, se encendían y apagaban hasta que finalmente de un momento a otro, reinó la oscuridad. A lo lejos, una silueta roja tomaba fuerza. Era Fuego, y tal cual las llamas, el instinto de supervivencia de la masa incineró la sanidad de todos como si se tratase del papel más delgado. Lentamente el pánico logró penetrar en lo más recóndito de cada uno de nosotros, pasando desde los sentimientos más superficiales hasta los más reprimidos, y ahí, en la profundidad de nuestras mentes abrió esa caja fuerte, aquella que bajo máxima seguridad mantenía a raya nuestros peores males y pesares más oscuros. La situación se tornó tensa. Le dije a mi hermana y a mi madre que nos bajáramos, que corriéramos a la salida. Pero el pavor hizo lo suyo, y ya nadie más se preocupó por nadie. Las discusiones por quien salía primero gatillaron la peor de las armas. Una batalla desigual hizo que los más débiles fueran pisoteados sin piedad. Mi familia no podía hacerle frente a tal fuerza animalesca, pero solo necesitábamos una chance, solo una abertura para salir y vivir para contarlo. Ahí, en aquel escenario dantesco, solo tres personas además de nosotros mantenían su cordura, y uno de ellos se percató que a unos metros había una ventana rota con solo algunos trozos de vidrio, era suficiente. Evitamos cuanto pudimos para llegar hasta ahí, y al pasar por el marco de la ventana todos lo que aún tenía esperanza de vivir se arrimaron contra nosotros. El estrés de ese abismo nos llevó al límite, salimos dejando a todos los demás atrás, corrimos lo más rápido posible, alejándonos del fuego y del caos. El ambiente era un horno, terriblemente irrespirable y los gritos completaban la sensación de que estábamos en el mismísimo infierno. Después de haber dado incontables vueltas por la cantidad de gente atrapada, de manera casi milagrosa, pudimos salir.
Una vez fuera, la temperatura de mi cuerpo descendió de forma abrupta, levanté la mirada lentamente mientras una gota de sudor frío viajaba desde mi frente hasta perderse en el acantilado de mi nariz. Miré al cielo buscando respuestas, pero mis ojos solo se encontraron con decenas de aviones que nos sobrevolaban. En ese momento, todo se volvió inútil. El infierno del que escapábamos solo era el preludio, estábamos siendo bombardeados. Mis oídos que parecían haber dejado de funcionar solo para que mis retinas captaran todo lo que estaba pasando, reaccionaron con la alarma de ataque aéreo y nuevamente extinguió todo ruido en mi cabeza. Estaba en blanco, mi mente estaba colapsada, saturada de todo lo imaginable dentro del mundo mental de una persona.
Alguien gritó mi nombre, ¿Quién era? – no entendía. Sentí como unas manos tocaban mi espalda ordenando que me moviera, mi cuerpo no opuso resistencia. Bajé la mirada, parpadeé, y sentí como la realidad se apoderaba de mí. Sin darme cuenta, mis piernas empezaron a correr, cada paso que daba se transformaba en una inyección de adrenalina. Mi carrera se detuvo después de media cuadra, había llegado a un auto abandonado en ese lugar. El reflejo de mi cara en el vidrio hizo que me reconociera, ver mis propios ojos me hicieron despertar del trance en el que me encontraba. Aún perdido espacialmente, y como si mi vida dependiera de ello, volví rápidamente la mirada divisando a mi hermana que corría siguiéndome y un poco más atrás, mi madre. En ese momento me percaté que estábamos cerca de una gasolinería, pero ya no había nada que nos pudiese servir, lo habían saqueado todo. Dentro de mi desconcierto absoluto, noté la falta de habla de mi hermana y la inestabilidad racional de mi madre, lamentablemente no había tiempo para palabras de apoyo. Venía otro ataque, y esta vez predije donde sería, solo me puse en el peor de los casos. Era como ver el futuro, todos íbamos a morir ahí. Cuando bombardeen la gasolinería, no habría salvación. Apenas vi al avión soltando la primera bomba nuestra única oportunidad era correr y seguir corriendo, lo más lejos posible. Tratábamos de correr, pero nuestras piernas no podían más, parecíamos estar en cámara lenta. Todo parecía sacado de la peor de las pesadillas donde no existe nadie para ayudarnos, y solo nos queda morir para despertar y sentir ese alivio al decir: "Solo era un sueño". En ese instante solo quería pensar eso, esto es solo un mal sueño. Un horrible y vívido sueño que terminará en un abrir y cerrar de ojos, pero en el fondo sabía que si moría no despertaría más. Miré hacia atrás solo para darme cuenta de que era inminente. No lo lograríamos. El estruendo del impacto se dejó escuchar a kilómetros, el sonido avasallador de la bomba enmudeció el lugar y lo pintó todo de gris. A partir de ahí la eternidad no fue más larga que un segundo. Pude ver como ese lugar se transformaba en un mar de llamas que se acercaba a nosotros con velocidad furiosa. Le grité a mi hermana y a mi madre que no se detuvieran por nada: "¡No miren atrás, corran!". Cuando el fuego estaba a punto de alcanzarnos, los tres nos lanzamos a un callejón. Desde el suelo podía sentir a mis espaldas el calor del fuego devorando todo. Nos habíamos salvado, pero teníamos que irnos de la zona o moriríamos. La única opción que nos quedaba era llegar a las afueras de la ciudad, la vieja estación de trenes era nuestra última carta...
... Al llegar noté que no estaba lleno como pensé que estaría, solo había gente con la cara y la ropa sucia por el humo y las explosiones, estaban tristes y desolados, ya nada les importaba. La estación no parecía el lugar de salvación que buscábamos, no dejaba caer esperanza alguna. Lo cierto era que el siguiente tren nos llevaría a un lugar más seguro o al menos eso queríamos pensar. Al cabo de unas horas, el sol nos dio otro día y el tren estaba listo para partir, mi hermana y yo nos subimos, pero por motivos que no entendíamos en ese momento mi madre no subió. Se quedó en aquel lugar mientras lloraba, desde ahí solo estaríamos mi hermana y yo, en tierra de nadie sobreviviendo al caos.