A través de las olas.

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Era muy temprano cuando desperté a causa de una sirena que retumbó en el interior de mi casa, pero también en la complejidad del pueblo. Parpadee varias veces intentando comprender si se trataba de un sueño. Me levanté despacio porque me empezó a doler la cabeza y oí las voces de mis padres que hablaban más fuerte de lo normal. A través de la ventana vi como caían panfletos del cielo. Intenté abrirla, pero estaba trabada y desde esa perspectiva no alcanzaba a leer lo impreso. Perdí el interés cuando golpearon la puerta y del otro lado me reencontré con Cármen. En un dedo le colgaba una percha en la que se lucía un vestido largo. «Recién planchado, señorita», me dijo con una sonrisa maternal pero cansada. Le agradecí y volví a cerrar para higienizarme y cambiarme en el baño.

Mi padre estaba sentado en el centro del sillón con la mirada direccionada hacia la radio. Fidel le alcanzó la bandeja con la taza de té y él le respondió que compagine el aparato porque se perdía la señal. Mamá entró a la par de Cármen, dándole indicaciones sobre el almuerzo del día, y después me saludó con una sonrisa. Cerré los ojos cuando me acomodó el cabello y me susurró el feliz cumpleaños cerca del oído. Papá gritó cuando volvió a escuchar las voces y fuimos testigos auditivos del locutor relatando el pedido de renuncia que el nuevo presidente le exigía al vicepresidente de ese momento. Mi hermana saltó sobre mi espalda, casi asustándome, y me rodeó el cuello en un abrazo, casi ahogándome. «Dejala, Candela. Lo único que falta que muera el día de su cumpleaños», exclamó mamá con exageración. Reí y después le respondí el abrazo cuando logré darme la vuelta. Mamá nos llevó a la cocina porque necesitaba organizarse con la llegada de los invitados que nos visitarían a partir del mediodía. De fondo, escuchaba la emoción de mi padre ante semejante acto de valentía sobre el nuevo presidente.

Después del desayuno, Candela me acompañó al campo porque quería recolectar frutas de la huerta para preparar el pastel. A pesar de que mamá quería que la cocine Cármen, no se me iban a caer los anillos por volcar un poco de cacao y frutillas en un recipiente. Candela hacía girar su vestido a medida que caminaba dando vueltas por el sendero de piedras. Me reía en su locura adolescente y me saqué las alpargatas para perseguirla al mismo ritmo. Desde la huerta podíamos oír el sonido del mar porque lo teníamos al cruzar el médano. Papá había comprado una casa de verano en la que nos terminamos quedando a vivir para no estar cerca de la Ciudad, aunque él siempre parecía más interesado en saber lo que sucedía allá. Nunca me quejé del cambio porque ocurrió cuando terminé la escuela. Candela tuvo que esconder sus quejas y quedarse soportando las clases particulares que recibía diariamente. Extrañaba a sus amigas y por eso depositaba tanta energía en mí. Me preguntó si podíamos arrancar algunos limones y los noté poco maduros. Además de intensa, también era irracional, así que se arremangó el vestido y trepó al árbol. Llegó a una rama y festejé con ella, pero no alcanzó a agarrar un limón que el pie se le resbaló y cayó al pasto. Me tapé la boca ante el susto, pero cuando la escuché quejarse, empecé a reír. Había caído entre las plantaciones de verduras y tuve que ayudarla a levantarse. Su pelo largo se enredó con ramas y plantas de lechuga. También escupió un poco de tierra y llorisqueó al descubrir el raspón en su rodilla.

—¿Están bien? —preguntó él. Cuando levanté la vista, lo vi con su boina y amarrado a las riendas de un caballo. Era el mío.

—Sí —respondí y junté fuerza para levantar a Candela.

—No le digas a mis padres —le pidió ella. Él asintió con un movimiento de cabeza y usó una mano para acariciar la cabeza del animal, logrando tranquilizarlo.

—Cualquier cosa que necesiten, estoy acá —dijo—. Ah. Feliz cumpleaños, señorita —me miró a los ojos y esbocé una sonrisa.

—Muchas gracias, Peter —e hice una pequeña reverencia.

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