Piezas de dominó

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 Isaac está caminando. Precintando la orilla de un pequeño mar, tan celeste como el brillo del cielo en verano. Camina sin saber qué rumbo seguir, cuál es la senda correcta. Discurre sin prejuicio alguno a dónde el aire lo lleve. Siente que por primera vez lo hace. El dejar de preguntarse por qué. El dejar de justificarse.

No camina porque quiera hacerlo, ni porque lo necesite. Solo tiene esa extraña sensación. Ese impulso natural. Debe hacerlo. Sí, debe.

¿Qué es este lugar?, se pregunta. ¿He estado aquí? No. No cree haberlo hecho. Pero es un lugar hermoso. ¿Por qué no he venido cuando antes? Sin obligaciones. Carente de esa caterva de causales que era su vida. Que es la vida de todos. En donde todo lo que hagamos culmina... no, ésa no es la palabra... ¡colapsa! Como una pila de dominós. En la que hasta la más pequeña cortina de viento puede hacerlos sucumbir. Cada uno fungimos como una pieza de dominó para un punto común. ¿Pero cuál es ese? ¿Además, qué sentido tiene pertenecer si al final quedaré agazapado entre la infinidad de fichas? Me he desligado completamente de ese prospecto tan horrendo de existencia.

Este lugar se siente como la tierra prometida, e incluso mejor. La tierra prometida: La muerte. Sí. Es cuando por fin te dan las llaves para esas esposas que te pusieron desde antes de nacer. Lo malo es que, nada es justo. Incluso esa tierra prometida no dura. Se acaba. Mengua. Porque al pasar el tiempo, ya sea la casualidad o un Dios, te utilizan como papel sucio. Sí. Ya tiene unas cuantas rayadas. Y mira, está algo arrugado. Pero sí aguanta.

Isaac divisa a unos cuantos metros de la ensenada una puerta blanca. Plantada ahí, sin razón. Sin un lugar al que llegar. Parece un espejo de él. Y así, sin explicación, salta, corre hacia ella. Rompe el aire, como alguien quien ha hallado lo que tanto buscaba.

Se detiene ante la puerta. Gira el pomo y la abre a secas, despacio, con calma. Nota que un refúlgete brillo blanco escapa por el resquicio. El brillo parece perderse con la salinidad del mar, iluminándolo. Con pequeños atisbos de luz bailando en el agua. Esa última escena lo anima aún más. La abre por completo. No hay nada. Pero para qué buscarle sentido a algo que no lo tiene. Salta. Se precipita contra esa nada pálida. El aire que resopla desde abajo parece darle de llano en la cara. Hasta que finalmente mira el finito de la nada. Es negro.

Me han engañado otra vez, piensa. Y finalmente se despierta.

Ahí está el guardia de uniforme negro, golpeando las literas, a la par que cuaja improperios y los avienta como tierra a la cara de los demás.

-¡Despierten ya! Tú, eunuco, levántate. Tú, el mantecoso de allá, mueve el culo...

Todos se quitan de encima las cobijas. Bueno, LA cobija.

Desde que ha comenzado esta lucha, la vida aquí apesta. Lo he preguntado en más de una ocasión. Pero nadie me da una razón lógica para seguir esta contienda. Aunque en realidad la verdad salta a la vista. Combaten por su pensamiento opositor. Ellos quieren un mundo sin imperfecciones como nosotros, burdos prisioneros. Pero este lado del charco se rehúsa a ceder. Nadie nos hará recular. Pensamos que el mundo debe ser lo que era: Un tumulto de imperfectos, errores, omisiones. Porque es éso lo que nos hace humanos. Lo que nos definía como especie. Pero los del otro bando no lo aceptan.

El guardia de antes, armado con una cachiporra los hace formarse en fila. Los esposa. Y los escolta hasta el patio, donde les quita las esposas.

-Tenéis media hora obligada. Debéis agradecerle al líder- dice, mientras mastica sin recato alguno una goma de mascar.

En seguida los presos comienzan a formar círculos. El opaco color naranja se ve más fuerte cuando está unido. Todos desperdigados por el patio. Un grupo por allí, otro por aquí. Unidos por la necesidad, pero elegidos por la prudencia. Y es que, la mayoría de ahí, como Isaac, entraron por que ellos lo quisieron así. Desde que la guerra de los países a favor de la eugenesia definitiva y los que se oponen se disparó, algunos países tuvieron que apañárselas ellos solos. Aun con la ayuda de los de su propio bando, siempre el alimento y dinero escaseaba. Algunas familias tuvieron que ajustarse el cinturón y otras simplemente fueron arrastradas por las olas de aguas puercas que despide esta guerra. Pero aquellos que tienen dos dedos de frente la vieron fácil. Había dos opciones claras si no querías terminar famélico y olvidado en una esquina de alguna plaza: Unirte a la resistencia, o ser arrestado. Y es que es curioso, mientras algunos mueren de hambre afuera, los violadores, asesinos y asaltantes comen tres veces al día. Por desgracia no muchos lo notaron con la claridad meridiana que vieron los ojos de Isaac, y cayeron a consecuencia de otros, como un gigante efecto mariposa, como piezas de dominó.

DistopíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora