Prólogo

12 0 24
                                    

El viento soplaba con fuerza y sacudía los toldos de las tiendas del puerto, los banderines de los postes del muelle, los sombreros de los transeúntes, que se llevaban las manos a la cabeza para evitar que las rebeldes prendas salieran volando de su alcance. El día era gris y húmedo, pero las nubes que encapotaban el cielo no parecían anunciar lluvia; era el gris de los días melancólicos, de los días que se pasan con la cabeza gacha y la mente en los recuerdos. Los días de despedida.

El aire fresco y salado del mar llenaba el muelle, donde se había reunido un buen grupo de gente. La pasarela para acceder a la embarcación había sido desplegada y un hombre con uniforme revisaba los documentos de las personas del grupo, atareadas en reunir sus voluminosos bultos de equipaje y presentar sus papeles con la mirada puesta en el mar más allá, sus rostros tristes y compungidos.

Algunas esperaban un poco más lejos, apartadas del resto. Entre ellas, un hombre alto contemplaba también el mar, sus ojos perdidos en el oleaje, calmo a pesar de todo. Tenía un semblante pálido y ojeroso, vacío.

—Falta Rose —le dijo otro hombre mientras se acercaba a él, situándose a su lado—. Dijo que se iba un segundo a buscar algo en el pueblo y todavía no ha regresado; en fin, siempre igual...

El primer hombre no respondió. No reaccionó, tampoco.

El otro siguió su mirada.

—Será temporal —dijo tras una pausa, casi en un susurro.

El primero asintió despacio.

—No me gusta que Nöelle se quede —admitió al fin. Su voz era hueca y sombría, sus iris un reflejo de la superficie azulada del mar, ensombrecido bajo el cielo nublado.

El otro sonrió levemente. No era una sonrisa alegre.

—Estará bien. Musichetta está con ella. Y Cosette... y Marius. —Lo miró con intención, como subrayando el retintín. Debió de verse decepcionado, pues suspiró—. Estará bien, Enjolras. Es adulta, como tú me recuerdas siempre... y solo podemos confiar en ella.

Enjolras escuchó en silencio. Tras una nueva pausa, volvió a asentir, con menos convicción esta vez, pero no dijo nada, ni tampoco su compañero. El silencio se llenó con la ausencia de otro nombre que no estaban diciendo, pero que ninguno de los dos se atrevía a pronunciar.

Permanecieron así hasta que una mujer se acercó corriendo al grupo, gritando algo de que ya podían marcharse. "¿Dónde estabas? El barco zarpará en unos minutos", le amonestó un hombre con bastón, y ella entregó un almohadón a otro que iba en silla de ruedas. "No permitiré que el vaivén del barco incomode a mi paciente favorito", dijo por toda respuesta, y el hombre de la silla le sonrió ampliamente antes de improvisar un ripio acerca de un ángel de la guarda que con sus tersas plumas mullía el almohadón sobre el que descansaba su espíritu; todos lo aplaudieron, incluida la aludida, que le hizo una reverencia.

Enjolras había desviado los ojos del mar para mirarlos, pero los volvió a apartar, conduciéndolos a la madera bajo sus pies.

—Grantaire —murmuró—. ¿Estamos haciendo lo correcto?

Grantaire —que se había girado también hacia sus amigos y los había estado observando con una leve sonrisa— se volvió hacia él de nuevo. Lo consideró unos segundos y, con lentitud, alargó una mano para tomar una de las suyas.

—Estamos sobreviviendo —contestó. Acarició con gentileza el dorso y el interior de su mano, hasta rozar el brazalete de colores que rodeaba su muñeca—. Eso es todo lo que podemos hacer, por ahora.

Enjolras asintió una tercera vez. Sus movimientos eran rígidos como los de un autómata, como si no estuviera ahí de verdad. Grantaire deseó que no fuera así; o, si lo era, que Enjolras supiera que él estaba a su lado, esperando para recogerlo cuando decidiera regresar.

—¿Vamos? —le preguntó suavemente.

Enjolras se giró por toda respuesta. Oprimió un poco su mano, y Grantaire se la llevó rápidamente a los labios antes de soltarla y conducirlo al pasaje guardado por el hombre de uniforme, con el que uno de sus amigos había empezado a hablar para enseñarle sus papeles.

No mucho después, todos estaban a bordo y se despedían de la población costera, contemplándola empequeñecerse en el horizonte desde la cubierta. La mayoría le dijo adiós sin palabras, albergando en sus corazones la esperanza de que la separación fuera, como Grantaire había dicho, algo temporal. Algunos lloraban.

Enjolras no lo hacía. Él, antaño amante fiero de su patria, se despidió de Francia con los ojos secos y el corazón agarrotado.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora