Capítulo Uno

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Era imposible estar viviendo aquella pesadilla de nuevo, simplemente no podía ser real. De pronto me encuentro yendo escaleras arriba sin importar que las botas estuvieran dejando a mi paso un camino hecho de barro y hojas tiernas. Acababa de bajar del caballo cuando, Aldon, el mayordomo, vino a toda prisa para traerme una desafortunada noticia. Priscila estaba enferma. El cómo se había desencadenado era todo un misterio. Según pudo contarme salió a dar un paseo por el jardín trasero acompañada de su prometido, al cual me había negado a concederle la mano hasta que mi hermana hubiese cumplido los veintitrés. Y en cierto modo me las ingenié para retrasarlo hasta unos meses atrás cuando Priscila cumplió veinticinco y terminó todos los estudios que me empeñé en que realizara.

Aldon la vio regresar agarrada del brazo de su prometido, fatigada y acalorada. Tenía fiebre y ni siquiera sabían el motivo pues no hubo lluvia, ni se encendieron los aspersores y tampoco hacía frío para pillar un catarro. Giro a la izquierda en el pasillo en dirección a su habitación, situada a unas cuartas puertas de la mía. Encuentro a una criada llorando apoyada en la pared, su llanto me hace temer lo peor. Al ver que se trata de Beisy, la doncella que tuvo mi madre de joven y nos crió a ambos, me relajo levemente.

Beisy debe rondar los cincuenta y cinco años, unos años menos de los que tendría mi madre. Comenzó a servirle cuando tenía quince años y pasó muchos años al lado de mi madre, incluyendo los dos embarazos y la pérdida que sufrió antes de concebir a Priscila. Si aquel niño hubiera nacido no estaríamos tan solos. Siempre supe que ese era el motivo por el cual queríamos tanto a Priscila porque tras ese embarazo que no llegó a término dijeron que no podría volver a concebir y me quedaría como hijo único. Al final nació la pequeña e inquieta Priscila.

Al pasar a su lado le apreto el hombro en un gesto cariñoso para tranquilizarla al saber que yo ya estoy aquí. Compartimos un asentimiento antes de dirigirme a la habitación. Entro con la respiración normalizada, los guantes en una mano y el chaleco de montar algo torcido. Arrodillado a un lado de la cama se encuentra su prometido sosteniendo su mano. Eso me lleva a recordar una parte de mi vida que jamás lograba dejar en el rincón perdido de mi mente. Tomo aire y me aproximo a la cama. El prometido se aparta casi de un salto dejándome el hueco necesario para llegar hasta mi hermana.

Ella yace tumbada boca arriba, tapada hasta la cintura con su delicada sábana. El rostro pálido, los ojos desprovistos de esa alegría y energía de la que siempre son dueños. Al ser consciente de mi presencia le sonrío cándidamente.

—Bremar —susurra con cariño. Me siento a su lado tomando la temperatura de su frente en el dorso de mi mano. Respiro aliviado al no encontrarla tan alta.

—El médico llegará enseguida. ¿Cómo te encuentras? ¿Qué ha pasado? —Desvío la vista hacia el prometido esperando que él tenga una respuesta y no la haga hablar a ella.

—No lo sé. Salimos como cada tarde rumbo al jardín de los árboles. Nos sentamos un momento a charlar antes de retomar la marcha. De repente se encontró indispuesta y comenzó a perder fuerzas. Ella no es dada a ser débil o enfermiza.

—¿El jardín de los árboles? —pregunto pensativo—. Las tareas de fumigación no dan inicio hasta la semana que viene, es imposible que se deba a una intoxicación. Las temperaturas todavía son agradables y no ha caído ni una gota de lluvia —enumero algo preocupado—. ¿Algún otro lugar?

El prometido hace memoria respecto al paseo que dieron unas horas antes. Observo a Priscila mientras ella también le dedica una mirada, claramente pensando en lo mismo que él.

—No. Fuimos al jardín y nos sentamos en el banco de piedra, bajo la pérgola de hiedra...

—Bremar. —Me llama Priscila con tono asustado, al girarme hacia ella veo que extiende el brazo tembloroso en mi dirección—. Mira esto.

La magia que busca el coronelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora