Se suponía que debía recogerlos con guantes, pero le daba cierto placer atravesar con un pincho cada uno de los trozos eviscerados de los animales atropellados. Al ir al colegio nadie dice "quiero ser personal de mantenimiento de carreteras", pero alguien tiene que hacerlo. Cosechar pellejos cuajados de gusanos un día de agosto a las doce no es plato de buen gusto para nadie. Pero a él le encantaba ponerse en la puerta de casa, con una navaja, y lascar un palo mientras bebía lo que fuera, lo que pudiera comprar, y olvidar el revuelo de moscas contra las que competía por un cadáver. Cuando el alcohol llegaba al cerebro, la lengua se soltaba y era necesario huir corriendo para no escuchar esas historias apestosas, pues enganchaban al parroquiano de turno y había que oírlas hasta el final, aunque luego el sueño fuera espeso y asfixiante.
El tren parecía una consecuencia lógica a este mundo loco nuestro, a esta idea absurda de que somos civilizados, cuando todavía vemos gente con miedo a las antenas y niñas que no van al cole. A mí no me pareció ni bien ni mal. Me gustaba oír el ruido intenso que producía en un segundo, como una locura pasajera que no da tiempo a asumir, e intentar ver alguna cara en la barriga de ese gusano. Pero de repente nos asignaron un tramo que iba por ciudad, en las afueras. Antes por allí estaba el campo, salvaje, lleno de vida y suciedad, y a la naturaleza le cuesta aceptar que le han comido terreno. Pasan años hasta que dejas de ver morir a erizos, serpientes o tejones. Coger un erizo es menos molesto de lo que se piensa. Siempre caen de lado, y su tierna barriga es suave y fácil de atravesar. Las serpientes a veces te asustan porque al ser de sangre fría siguen moviéndose en el palo. Pero el tren nos trajo también niños, adultos, gente cansada o yonquis. Y te tiras horas recogiendo trozos para que luego venga un forense a decirte que haces mal tu trabajo. Se meten en unas bolsas especiales negras. La gente se piensa que es necesario ser preciso, esmerarse. Pero con que les lleves un par de dedos, o algo que los identifique, el médico te deja en paz. O el policía. Las series han hecho mucho daño. Ahora te meten en un horno, y entre las cenizas qué más da si metí el capuchón de un boli o un trozo de pájaro seco pegado a la vía. Ya se sabe la causa de la muerte. Solo necesitamos el reconocimiento y una justificación, o relleno para la urna. Porque después de años viviendo eso somos, relleno para cojines. La mayoría deja una nota, porque no soportamos irnos sin ese grito con el que llegamos al mundo, una muestra de que hemos estado o, en este caso, nos vamos. Así que a nadie le importó cuando al cabo de un mes encontré una oreja. Al principio pensé en cogerla, pero meterla en la bolsa junto a los pájaros y reptiles me pareció indigno. Nadie preguntó por ella, así que ya daba igual. Pero yo me dije: ¿qué diría mi padre si me viera?
Por eso la miré, como si fuera un ser humano completo, al lóbulo y a ese pendiente pequeño y dorado. Le puse una edad, la tuya, y me rompió el alma que no me importara en absoluto la juventud de ese miembro. Y allí lo dejé.
En el siguiente turno el pendiente no estaba. Eso sí que era bajeza. Perder el tiempo en desenroscar esos difíciles platillos dorados, que diseñan para que no se pierdan. Sin saber que debíamos haber enroscado el cartílago a la cabeza. Estaba del revés y se veía una marca negra y violenta del destrozo de las ruedas. Le di la vuelta. No voy a ponerme digno, lo hice con el pie, ¿o tú hubieras hecho algo distinto? Y le hablé, le dije: "lo siento". Es lo único que me salió. No sé si por el puntapié, por lo que le había pasado, por el robo, por no ser más que una mínima parte de un puzzle tan claro, que nadie se molesta en completar.Y así debía dormirme, apartando una pila de revistas. Porque en casa no se tira nada. No porque él trabajara recogiendo basura, no por un síndrome de Diógenes, sino porque todo cuenta. Nada es superfluo. Las cosas se hacen con un fin, y se pone el alma en ello. Y no soportaríamos el grito de un infierno recogido en una bolsa de cinco céntimos. No nos quejamos; sobrevivimos, que ya es mucho. Como no puedo dormirme, a veces me levanto a taparlo, a apartarlo del pincho, tan afilado que corta mi respiración. Y guardo mis libros en una mochila con el dibujo de una naranja vestida de futbolista, que ya nadie conoce, y que ahora es vintage. Miro mucho por la ventana, esperando que regresen familiares que nunca debieron anidar en nuestros corazones. Porque solo cagaron dentro, junto al huevo que escupieron por su esfínter. Pero los humanos somos así, ridículos y con esperanza. Aunque no sepamos en qué. Realmente ¿qué haría yo si volviera ella? ¿Revolotear entre asustado y ansioso, o sacarle con mi pico de reproches unos ojos que imagino del color de los míos?
Amanece y despertamos de nuestras miserias para ir a nuestras obligaciones. Pero a mí no me gusta aprender, o al menos no de la forma en la que se supone que debemos hacerlo. Y voy repitiendo hasta que la ley me vomita por hastío en un escalón superior. Así voy subiendo de curso, sin ganas, sin querer. Y a este paso me hago médico sin saber si de verdad 2+2 es igual a una familia de anuncio.
En clase me cuelgan etiquetas como a un perchero, y yo me dejo sentar al abrigo de un sistema que no funciona, y a nadie le importa mientras yo no dé un ruido.
Mi imaginación vaga, ya que no me preguntan. Pero hoy hay un sustituto y me dice que yo explique el tema. Risitas tontas acompañan mi salida y hablo sin cesar. Me corrigen un par de conceptos pero aprueban mi disertación. Y los compañeros me miran como si por fin me vieran. La atención dura unos segundos porque, al igual que un fantasma, me desvanezco en su pensamiento. Lo que no cuadra no tiene cabida en el cerebro y como mi definición no existe, no paso ni por la memoria a corto plazo.
Al salir decido ir a buscar esa oreja. Aunque sus historias no se saben de cuándo son, si ayer, hoy o mañana. Como yo, que sigo sin saber si soy su pasado o su futuro.Lo tenían que vacunar de hepatitis, y otras cosas que parecían inventadas. Pero no aguantaba bien los pinchazos, así que se los pusieron a otro por él. Eran otros tiempos y no se hacían preguntas, nadie se metía en la vida de nadie. Y aun así nunca se ponía enfermo. A veces olvidaba ponerse los guantes, y quitaba de su arma, con las manos desnudas, un pedazo de "solo Dios sabe qué" plano, que era la variedad más habitual a recoger. A ciertas horas el asfalto era igual que una plancha sobre la que rascar queso fundido, de modo que más que quitarlas las despegaba. Luego se frotaba la nariz o el labio, con distraída preocupación. Y se le quedaba en la pituitaria el olor de la putrefacción en flor, el sabor del trabajo bien hecho. Se relamía como quien quita el sudor, con satisfacción y orgullo. Llenaba un contenedor con numerosas indicaciones a cual más inquietante y que para él no tenían sentido. Los animales a la izquierda, el resto a la derecha, lo útil al bolsillo. La gente ahora tira un móvil en un berrinche tonto, muestra un billete al viento que lo reclama por la fuerza, pierde un zapato, gorra, gafas, sin dar la vista atrás. Somos así de desprendidos o ese es el valor de los objetos, el mínimo que opongan a una ráfaga de aire, un soplo, un eructo.Y el bolsillo se llena de relojes casi nuevos, monedas oxidadas y gusanos procedentes de la tripa hinchada del mejor amigo del hombre.
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GINGERFLY
Science FictionUn peregrinaje para descubrir los orígenes aterradores de su pasado. ¿ Superará todo el horror o se dejará llevar por la llamada de la sangre? Con un asesino en serie "El monstruo de la casa amarilla" acompañaremos a los variopintos personajes en l...