No hay manera de que María Matea vuelva a acercarse a la playa. La primera vez que estuvo allí era de noche, sin alumbrado, sólo la luna a medio destapar. A lo lejos estaba encallado el pedazo más grande del barco que se topó con el único cúmulo de rocas. Cargaba petróleo y otros tesoros de esos que nunca se quedan en este país cuando se encuentran. Vio el agua negra, pero no más que eso, y le pareció normal por el accidente. La orilla del mar mansa, sin viento, carbón líquido con pocas olas, no era interesante acampar. Se durmió cerca de un pedazo de tierra tupido de arecáceas donde abrió el chinchorro con el calor que se siente cuando se pone la cara sobe la olla con sopa que se cocina a medio día bajo la sombra de las tejas de palma gris del pueblo. Al día siguiente la sorpresa de la viajera no fue menor cosa. Se le pararon los pelos de los brazos y sintió un escalofrío entre cada juego de costillas. El barco partido a la mitad en las rocas era petrolero, pero no cargaba ni la milésima parte del agua negrísima que se perdía en el horizonte marino. Hería la vista mirar la arena clara endentando las olas oscurísimas. La angustia se volvió curiosidad cuando los cangrejos entraban y salían del agua como si nada. Lo más probable es que fuera agua salada y negra. Pero pura.
