La imagen en la esquina

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Llevo ya bastante tiempo sin descansar debidamente. No sabría decir si tan solo han pasado unos días o si ya son varios los meses en los que dormir unos pocos minutos se ha convertido en lo habitual. Las noches son un cúmulo de momentos en los que doy vueltas entre los cojines del sofá envolviéndome en mantas para intentar calentar el tiritante cuerpo. Pero es completamente inútil.

El frío que se enquista en los huesos es difícil de erradicar. Jamás podré olvidar el último otoño. Los días de frío no empezaron a llegar hasta las últimas semanas de octubre. Con el cambio de temperatura, saqué del armario la vieja manta que usaba desde hace años para acabar de vestir la cama. Al principio la todavía suave tela cumplía su función, como era de esperar. Aunque con el paso del tiempo el frío se apoderaba lentamente de mi habitación.

En las primeras noches lo achaqué a una simple sensación mía por la falta de costumbre, intentando solucionarlo doblando sobre sí misma la manta, pensando que con el grosor se solucionaría el problema. Sin embargo, las noches se sucedían y la fiel manta no confortaba aquella bajada de temperaturas. Pronto me di cuenta de que no se trataba de que la ropa de la cama hubiese perdido su eficacia de alguna forma, sino que ese frío se apoderó de toda la estancia.

No sabría decir si el fenómeno era exclusivo de mi cuarto o si ocurría en todo mi piso. En aquel momento lo que más me preocupaba era mi habitación. Intenté calentarla con una pequeña estufa que compré, pero tampoco varió el resultado. A pesar de que en la pantalla marcaba una temperatura de veinte grados estaba completamente fría, como si ni la hubiese enchufado. Tras varias revisiones y de que el servicio técnico dijese que funcionaba perfectamente la acabé devolviendo.

Con el pasar de las noches el calor en forma de vaho que escapaba de mi cuerpo al exhalar era más visible. Una sensación de humedad en la ropa de la cama empezó a invadirme. Los temblores por el frío empezaron poco después. Cada vez intentaba con mayor desesperación dormir abrazándome el torso en posición fetal. Hasta aquella noche. Aquella noche alcancé mi límite. Me incorporé y me senté en el borde de la cama dispuesto a caminar un poco para intentar entrar en calor. Pero antes de siquiera meter los pies en las zapatillas la vi.

No sabría cómo definir aquella visión más que como una imagen. La imagen de una persona vista a través de la pantalla de una vieja televisión de tubo, tapándose la cara y encogida en la esquina del cuarto más alejada del colchón. De ella irradiaba una luz de bajo brillo y su pálida forma parecía distorsionarse y desenfocarse de forma errática. Pero incluso así distinguí que me miraba.

Me acechaba con su ojo izquierdo a través de los dedos con los que se cubría la cara. La imagen estaba claramente asustada de verme. Yo no lo estaba menos. Me acerqué cuidadosamente bajo la atenta vista de la entidad. Noté cómo, a pesar de la temperatura, empezó a formarse sudor en mi frente y cuello. A cada paso, la imagen se estremecía y agazapaba cada vez más. La esquina en la que estaba encogida se volvía más y más negra. Ese tipo de negro que se consigue al entrar en una habitación en la que la única abertura por la que entraba luz fue tapiada.

Las gotas de sudor empezaron a recorrer mi cara y mi espalda, provocando un terrible escalofrío. La figura se inquietaba y distorsionaba a cada paso que daba. El corto trayecto se me hacía una caminata. Su ojo vio nervioso el gesto de mi mano. La inquietud no frenaba mi mano deseosa de tocar aquel espectro tembloroso. Sabía que no debía hacerlo pero mi cuerpo actuaba por voluntad propia. El vaho se hacía más visible y frecuente. La imagen ya no podía encogerse más.

A escasos centímetros de establecer contacto, la figura se alzó y abrió la boca más de lo que se esperaría de su apariencia humana, de una forma completamente grotesca. El grito que expulsaba era un sonido aparentemente proveniente de otro lugar lejano al que estábamos. Toda la habitación se envolvió en tinieblas. La impresión de aquella figura alzada hizo que diese un mal paso hacia atrás y cayera de espalda. Aquella caída era lenta, no acababa, y el alarido hacía que me dolieran los oídos.

En el momento menos esperado mi cuerpo alcanzó el blando colchón. Cuando mi cabeza tocó la cama cerré los ojos en un parpadeo. Al abrirlos era ya de día. No parecía quedar rastro de aquella imagen. Me acerqué a la esquina en la que se había encontrado y palpé en el suelo. No sabría decir si se trataba de resquicios de la presencia o si mi mano todavía no había recuperado su temperatura normal, pero aquella área del parqué estaba un poco más fría. Rápidamente aparté la mano.

Es desde aquel momento que, desde el normalmente confortable sofá del salón, espero al amanecer turnando el breve sueño con largas vigías. No me atrevo a volver a entrar en esa habitación. Parece una broma de mal gusto que, a pesar del frío que recorre mi tembloroso cuerpo normalmente envuelto entre las mantas, sea en los momentos en los que mis ojos se dejan vencer cuando la baja temperatura se clava en mis huesos como agujas de hielo y escarcha prohibiendo el tan ansiado descanso.


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⏰ Última actualización: Oct 18, 2022 ⏰

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