Capitulo 1: Para la lluvia (mal augurio)

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Buenos días, se dijo Francisco a sí mismo, mirándose al espejo, casi llorando. Hay un olor a tierra mojada que se cuela por las grietas en las paredes y los vidrios rotos de algunas ventanas y no se va, aunque hace un par de días que ya no llueve, tampoco sale el sol. Después de verse en esta penosa situación en la que se encuentra, se empujó a si mismo a salir del baño, no sin antes lavarse la cara y los dientes, para luego vestirse apropiadamente y encaminarse de nuevo a su lugar de trabajo, como hace siempre. Cierra la puerta y ante él los caminos que llevan a la ciudad, de tierra, aún húmedos, aunque las lagunas de barro van secándose. Observa Francisco los ranchos aledaños a su morada, amanecen siempre silenciosos y de apariencia triste, es probable que todo este tiempo estuviera viéndose reflejado en ellos, por eso le parece melancólica la imagen que con los años se ha ido marcando en su retina, todo esto mientras se dirige a la casa de Julio, un viejo amigo de su familia que va siempre a la ciudad a vender en la feria leche, huevos y lo que cultivaba en su granja, mayormente tubérculos, llegaron en algún momento distante en el tiempo a un acuerdo económico para que lo llevase siempre en su vehículo, además de haber compartido una buena parte de su vida con él y su familia, especialmente con sus hijos con quienes creció. Apuro el paso después de divisar a Julio ya en su camioneta apunto de partir, se aproximó rápidamente por la puerta del acompañante y subió, julio arranco, mientras saludaba con la restringida alegría que se le permitía desde hace un tiempo.

Aproximadamente una hora paso antes de que llegaran a la superficie asfaltada, aunque el silencio pareció dilatar el tiempo, unos quince minutos después se empezó a ver más cercana la masa de edificios de tonos grises, algunos incluso se fundían con el cielo en un degrade que solo artistas sombríos encontrarían inspirador. Un rato después julio se detuvo y se despidió de Francisco, acordando encontrarse ahí mismo a las cinco de la tarde. Luego de que Julio siguiera su camino Francisco siguió el suyo, dispuso su mirada con dirección a su oficina ubicada a la mitad de la cuadra y empezó a caminar. Creyendo olvidar el penumbroso sentimiento que lo perturbaba en su rutina matutina, fue sorprendido por el aroma de los gladiolos y crisantemos, cuando giro levemente la cabeza buscando la fuente de aquel dulce perfume vio en la acera de enfrente un grupo de personas reunidas en la funeraria, destacaba una señora, seguramente la madre en pena, quien no sabía si maldecir a quien había entristecido sus días próximos, o si rogar a dios por el perdón de su hijo quien había empuñado armas contra sus semejantes en contra de su voluntad. Francisco siguió caminando sin percatarse de la indiferencia que esto le causaba, excusaba su culpa al estar acostumbrando a ver siempre lo mismo. Un segundo de descuido y las actitudes más reprochables se maquillan con la costumbre, además, ya nadie sentía la desgracia de los demás en estos días poco agradables.

Cuando se acercó a su oficina vio en la calle un grupo de niños pidiendo monedas, abandonados a merced de un mundo que todavía no entendían y que los golpeaba con la crueldad que heredo de todos los siglos pasados. Quiso acercarse para darles algunas monedas, pero empezaron a correr por el callejón cuando vieron los vehículos blindados girando en la esquina. Masas de metal con ruedas que de ves en cuando patrullaban la ciudad, a veces buscando jóvenes para reclutar u ocasionalmente intimidando a la población. Francisco en edad de brindar servicio a las fuerzas armadas de su país, pero desde muy joven cojeaba después de un accidente que tuvo en la granja mientras jugaba. Y quizás, aunque tuviera las posibilidades no habría permitido, aunque le obligaran, que su vida la desperdiciara defendiendo ideales que no entendía y por tanto no compartía.

Aun sintiéndose especialmente decaído tenía que seguir trabajando, por eso intento dejar su mente en blanco y poner la mejor cara antes de abrir la puerta de aquel recinto que se alzaba frente a él, a pesar de no tener más de cinco años de construido parecía fuera la época, sin pintar, como varios de los edificios de la periferia de la ciudad, pero este particularmente lucia muy antiguo, lleno de grietas y con los ventanales tapados. Entro y recorrió los pasillos rápidamente hasta llegar a su cubículo, empezó a disculparse creyendo que se había equivocado cuando vio a alguien más en su escritorio, al girarse para verificar su error miro a su jefe en la puerta saludándole mientras se aproximab­a, sin dejar que Francisco reaccionara le menciono que el joven que estaba en su cubículo revisaba su trabajo, pues fue designado para ayudar a Francisco a terminar sus trabajos que estuvieran a punto de finiquitar y quitar de la lista los que no estuvieran avanzados, al parecer Francisco seria reubicado pronto pero entendían su esmero por terminar sus trabajos en curso. Francisco sintió un poco de alegría, pero no mucha porque entendía la responsabilidad que era esto en estos tiempos, disponían de poco personal por lo que le sorprendía que estuvieran tan apresurados como para asignar alguien que le ayudara. Subió por las escaleras que escuchaba siempre rechinar todo el día guiado por su jefe quien le recordó que debía recoger algunos documentos en el departamento de correspondencia. Eran varias listas de nombres bastante largas enviadas desde la oficina de comunicaciones de la armada, se trataba de la lista de bajas semanal que solía llegar en los primeros días de la semana, el periódico para el que Francisco trabajaba tenía la obligación de publicar estas listas y además notificar mediante cartas a todas las familias, aunque no siempre lo hacían debido a la escases de recursos y la imposibilidad de ubicar al algunas familias, sin hablar de las veces que intentaban contactar una familia para enterarse que había sucumbido en su totalidad. Era una situación común, el gobierno invertía todo en recursos bélicos y obligaba mediante amenazas a que las empresas realizaran trabajos que le correspondían a los entes públicos, todos recuerdan a los albañiles sepultureros, como se les llamo a los trabajadores de constructoras privadas que se vieron obligados a dejar sus labores por una quincena de amaneceres para dedicarse a enterrar a los caídos en la famosa batalla del veintitrés de junio.

No se podía encontrar una tarea que no sedescriba como repetitiva en el edificio, pero esta además era sombría, podíasentirse el cinismo y el desprendimiento de responsabilidad de quienes habíanredactado la plantilla que usaban para dar condolencias a familias a las quealiviaban de suspenso, pero enfermaban de tristeza, más aún de la que ya irrumpíaen muchas cabezas. La mente de Francisco recorre parajes lejanos y hurga entrerecuerdos casi irreales de envejecidos que están, siempre intentando pensar enotra cosa que no sea su trabajo, en el cual a pesar de estar ahora acompañadoera más solitario que antes, meneaba la cabeza y sacudía un poco las muñecas,echándose para atrás en la silla que lo alojaba cada cierto tiempo. Intercambiandosolo la información necesaria con un el joven pálido y delgado que lo acompaña,así transcurrió la mañana hasta ser casi las once, faltaban unos diez nombrespara terminar, escribió letra a letra el siguiente y le pareció familiar,reviso la dirección y antes de escribirla sintió un vacío en el estómago, erael nombre de uno de los hijos de Julio, ese buen hombre a quien había acudidotantas veces en busca de un consejo o simplemente una plática agradable, ese aquien el padre de Francisco había confiado el bienestar de su esposa y su hijomientras no estaba, entendiéndolo como el hombre más trabajador y respetable deaquellas tierras tan maltratadas . Claro que le sería familiar el nombre, amenudo ayudaba a julio a redactar las cartas que les enviaba a sus hijos, puespocos sabían leer y escribir en aquella zona rural de dónde venían, por eso sele hacía mecánico el teclear de cada silaba que constituía aquel nombre. 

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⏰ Última actualización: Oct 18, 2022 ⏰

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