La pequeña Paloma estaba de pie al lado de un árbol frondoso, llevaba un vestido negro de pana con cuello redondo blanco, medias altas caladas de color blanco y zapatos negros. Su madre lo había comprado para que lo vistiera en su propio funeral, porque así era Abril, no dejaba cabo suelto, se preocupaba por los suyos y los amaba incluso cuando ya no estaba allí.
A unos pasos adelante, su padre vestido de traje, yacía acostado sobre la tierra todavía fresca que cubría el cuerpo de su madre. Tenía en sus manos los restos de una camelia blanca que aplastaba con fuerzas. Era parte del arreglo floral hecho de esas flores, las favoritas de su madre, que él había puesto en su nombre y el de Paloma a los pies del ataúd.
—Te amo, Abril, te amaré por siempre —sollozaba—. ¿Qué haré sin ti? ¿Por qué tuviste que irte, amor? ¿Qué haré con nuestros planes? ¿Qué haré con todo este amor que todavía tengo aquí dentro para ti?
El dolor que sentía era tan tangible que Paloma pensó que en cualquier momento se rompería en pequeños fragmentos como si fuera un vaso de cristal que choca con el suelo. A ella también le dolía, pero se sentía congelada por dentro, como si aquello no estuviera sucediendo, como si el mundo se hubiese detenido.
Sus padres se amaban, ella lo sabía, lo había visto en su corta vida. No era algo extraño para ella encontrarlos besándose mientras preparaban el desayuno juntos, o abrazados en la cama cuando no podía dormir e iba a buscar refugio entre sus brazos.
Pero su madre había enfermado y ya no estaba.
Paloma tenía solo ocho años cuando eso sucedió, pero había crecido mucho desde que se enteró de la enfermedad. Mientras sus amiguitos de la escuela se preocupaban por jugar horas y horas, ella intentaba comprender las injusticias de la vida y estaba atenta a las necesidades de su mamá, lista para pasarle un vaso de agua si tenía sed o con el teléfono en mano para llamar a la ambulancia si se sentía mal. Abril no quería que fuera así, le decía que saliera a jugar al patio o que viera alguna película, pero Paloma sabía, sin que nadie le hubiera dicho aún, que no quedaba mucho tiempo para pasar a su lado.
Así fue como Paloma aprendió sobre la vida y la muerte, sobre lo efímero de la existencia, sobre lo tirano del tiempo.
Había visto a su padre llorar por las noches cuando creía que nadie lo veía, también había visto a su madre llorar en las mañanas cuando escribía cosas que guardaba en un cajón. Los había visto abrazarse y prometerse amor eterno, los había escuchado recordar momentos de su juventud, planificar el futuro. Su padre se enfadaba cuando su madre intentaba hablar con él de un futuro en el cual ella ya no estaría, pero Abril lo hacía con tanta paz y naturalidad, que Paloma pensaba que al final todo estaría bien, como ella siempre le prometía.
La niña aún no podía poner en palabras todo lo que sucedía, no comprendía del todo esa incertidumbre, el dolor y el amor que se respiraba en su hogar, pero en algún lugar de su alma aquello se almacenaba y formaba un concepto del amor y de la vida que le marcarían el futuro y las decisiones.
Porque amar significaba sufrir en el mundo que la pequeña Paloma habitaba.
Y cuando su madre falleció y su padre se perdió en sus recuerdos y en su tristeza, la pérdida tiñó su infancia de un dolor seco que se le pegó al alma y la humedeció.
Paloma era una niña melancólica que miraba la vida tras los cristales empañados por las lágrimas de su padre y la ausencia de su madre. Y pronto, la casa donde se crio se convirtió en un lugar frío, inhóspito, un castillo de hielo en el cual ella se sintió abandonada.
Su madre se había ido para siempre.
Intentó ayudar a su padre, que era todo lo que le quedaba. Quiso aprender a preparar un café o poder limpiar un poco la casa, recoger las ropas que quedaban tiradas o poner la lavadora. Quizá si hacía esas cosas su padre la vería y se daría cuenta de que todavía tenía un motivo por el cual salir adelante, que ella aún vivía y él también.
Pero parecía que Ferrán no era capaz de ver nada de eso, su dolor le nublaba la vista, el corazón, el alma. Estaba atascado en ese sufrimiento que lo ahogaba día tras día y no le permitía ser capaz de ver una salida. Estaba perdido, no importaba lo que Paloma hiciera, se había encerrado en una cárcel invisible de dolor de la cual le resultaba imposible escapar.
Entonces, Paloma comprendió que también su padre se había ido.
Que el amor se había acabado.
Que lo había perdido todo.
Que estaba sola.
Que no era suficiente.
Y que amar no valía la pena si después el sufrimiento sería tan grande.
Pero la vida continuó, como siempre lo hace, y Paloma cumplió nueve y luego diez... y muchos más... y a pesar de haber sido una niña conflictuada y perdida, necesitó reconstruirse para seguir viviendo. Aprendió a perdonar, porque cuando su padre regresó de aquella enfermedad invisible llamada depresión, le dio otra oportunidad. Y después llegó Camelia, y su padre se enamoró de nuevo, y formaron un hogar en el que Paloma, ya adolescente, creció muy feliz. Aprendió a sonreír, porque de pronto su mundo comenzaba a girar de nuevo. Y se convirtió en una mujer dueña de su propia vida, capaz de disfrutar cada momento como más le gustara sin depender de nadie, sin sufrir por nadie, sin amar a nadie.
Oh, por Dios, estoy tan emocionada de compartir esta historia por aquí, espero que les guste tanto como a mí... De verdad, la amo, amo a Paloma... espero lo disfruten mucho mucho y me dejen sus comentarios :)
Gracias a todas las que ya la leyeron y me hicieron de Beta para esta historia.
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Cuando las mariposas migran
RomancePaloma e Ian se conocen desde que ella tenía doce y él dieciocho, el padre de ella se ha casado con la hermana mayor de él, pero como él vive en el Brasil desde aquel entonces, nunca habían interactuado tanto más que en algunos eventos familiares en...