"Exilio es otro nombre de la muerte", dijo un poeta lejano, en un tiempo lejano, hablando de algo que Enjolras esperaba que siempre le resultara lejano. Pero, si lo pensaba bien, así llevaba siendo toda su vida: una lucha, un fracaso. Una huida.

No era la primera vez que se veía obligado a marcharse de París; ni siquiera de un lugar que hubiera considerado su hogar, en general. Sí era la primera vez, no obstante, que se veía obligado a abandonar el país, y el miedo a dejar atrás cuanto había conocido, por absurdo que pudiera parecer en alguien que había tenido decenas, quizás cientos de hogares diferentes en su vida, le atenazaba el alma como una garra de desaliento.

Los días que Grantaire y él pasaron en las inmediaciones de Boulogne-sur-Mer, en el extremo norte de Francia, fueron una especie de sueño enturbiado. Léon les había indicado que viajaran ahí y esperaran un tiempo, hasta que él y su familia pudieran seguirlos, y Enjolras podría haber temido las persecuciones —Boulogne-sur-Mer era, después de todo, el lugar de pasaje más común para atravesar el canal, junto con Calais—, pero en esos momentos nada le parecía real. Grantaire se había mantenido alerta cada vez que habían tenido que atravesar alguna población en el viaje hasta ahí; había sugerido que buscaran un alojamiento cerca de Boulogne-sur-Mer, pero fuera de su perímetro, para evitar encuentros con las autoridades; había llegado a la conclusión de que debían renunciar a cartearse con sus amigos hasta que llegaran por si el correo estaba siendo interceptado... pero Enjolras, en cambio, no había podido asimilar nada de aquello. Su mente estaba en otra parte, perdida, alienada, culpable.

Cuando, una semana más tarde a su llegada a Boulogne-sur-Mer —un día de mediados de diciembre frío y nublado, como si el cielo reflejara su ánimo—, Léon y Anne-Marie los encontraron, a ambos les sorprendió ver que iban acompañados. Pauline estaba con ellos, como era previsible, pero no era la única: dos chicos jóvenes, de ni siquiera veinte años el mayor, viajaban con ella. Dos chicos con sus mismos ojos, si bien con rasgos un poco diferentes, que Anne-Marie les presentó orgullosamente como sus nietos. Ninguno de los dos había terminado de expresar su estupefacción —aunque era Grantaire, sobre todo, quien la exteriorizaba— cuando Pauline les contó que, tras años de peleas y luchas legales, Marius había conseguido negociar con la familia de su marido y ganar por fin el tan alargado pleito por la custodia de los dos jóvenes, que, aunque apenas la recordaban, habían accedido de buen grado a marcharse con su madre.

Rose y Jehan se les unieron poco más tarde. Había sido un riesgo considerable por su parte retrasar la huida, ya que el historial delictivo de Rose era bastante largo y su cara, bien conocida en las calles; sin embargo, la doctora no había querido marcharse hasta estar segura de que su paciente quedaba fuera de peligro. Fantine-Éponine, por suerte, había sanado bien y sin contratiempos, de modo que, en cuanto Jehan terminó de cerrar sus asuntos financieros, dejando a nombre de Musichetta todas sus propiedades y la parte del dinero que no llevarían consigo, los dos abandonaron también París, justo a tiempo de evitar las persecuciones.

Marius, Cosette y su familia, les informaron, se quedarían en París. Al parecer, Cosette y Marius habían discutido al respecto, pero finalmente habían tomado esa decisión para no tener que trasladar imprudentemente a su hija, herida hacía tan poco tiempo. Tampoco querían separarse demasiado de Jean-Georges, que, para disgusto de muchos, se había alistado en el Ejército bonapartista; pero, además, los dos, por algún motivo que no se molestaron en explicar, parecían sentir una aversión especial hacia el país inglés, sobre todo Marius.

También permanecerían en Francia Musichetta, Adélina, Nöelle y, por supuesto, Gabriel. Enjolras aún no se podía creer que lo hubieran dejado atrás, ni tampoco a su pequeña; pero Nöelle se había negado en rotundo a abandonar París mientras Gabriel estuviera en prisión, y Enjolras había estado demasiado involucrado en el gobierno de la República como para tener otra opción. Grantaire no se le quedaba atrás en culpabilidad, pero parecía llevar todo aquello con más de entereza, aunque no entendía cómo. Sabía que tampoco estaba feliz con su decisión. Que, a diferencia de él, Grantaire había tenido la oportunidad de quedarse, y que, si no lo había hecho, era porque estaba demasiado preocupado por él como para dejarlo marchar solo. Y eso, por mucho que Grantaire asegurara que su motivo principal para marcharse era que pudieran seguir caminando los dos juntos, solo le hacía sentir aún más culpable.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora