Los relatos de miedo siempre inician con frases cautivadoras que generan interés en el lector. En este preciso instante, particularmente, no me veo capaz de ahondar en cuestiones filosóficas que me revuelven la maraña de pensamientos que ya tengo, así que, como ves, lector, acá no encontrarás nada lo suficientemente memorable como para sentir una agitación en las entrañas, placentera a la vez que tortuosa. ¡Ay, pero como me gustan ese tipo de historias! Tanto que, hace tan solo unos minutos, me creí la protagonista de una.
Así tan vago como lo cuento, parece una simple superstición, un efecto placebo, algo que simplemente habita en mi escabrosa imaginación. ¡Por supuesto que yo, completamente desahuciada por mi bella Minerva, sufriría este tipo de paranoias! Claro está que, cuando tienes la mente agitada y perdida, nada tiene sentido y, a la vez, todo significa algo.
Desdichada he sido yo de tal manera que, pretendiendo ir al cuarto de baño tan solo un momento, he sentido una gélida presencia que provenía que diferentes sitios. Algunos destellos fríos tocaron mis muslos, mientras que otros iban directo a mis orejas, penetrando en mi canal auditivo de tal manera que era incapaz de escuchar otra cosa que no fuera ese chillido que me generaba mareos nauseabundos. Me liberé, a penas unos momentos, de ese horrible ruido, saliendo de la habitación, quedando al inicio del oscuro y diminuto pasillo. No había ni vela ni luz prendida que me diera algún indicio de en qué dirección debía ir. Entre tanto, pude observar mi leve, pero lóbrega figura en un espejo que, hace ya tantos años que perdí la cuenta, encontré en la puerta de donde vivía. Desde entonces, suelo usarlo cada día, para detectar cualquier pequeño detalle que agrave mi imagen. Pero esta noche fue diferente; tenía unos lentes tan grandes que parecían binoculares, los pies descalzos, y mis cabellos negros estaban desparramados en todas las direcciones sobre mis hombros. No sentí pavor incluso cuando, de reojo, un leve atisbo de rojo me hizo detener mi actividad. Era una simple luz roja, tan ligera que puede fácilmente pensarse que fue creada por la propia imaginación. ¡Nada más alejado de la realidad, ay, ay, qué tragedia la mía!
Intenté ignorar el destello, pero, al voltearme, se impregnaba en mis lentes, de modo que terminaba con la necesidad de girar una y otra vez para confirmar si era una simple confusión por la hora, o realmente existía esa presencia roja (según mis conjeturas, pues no tenía ni idea de qué estaba sucediendo en derredor). Sin darme cuenta, terminé frente al espejo, pero en vez de mi silueta robusta, lo único que se reflejaba era un cuerpo femenino, delgado y petiso, con la cabellera completamente desaliñada. ¡Pobre de mí, el susto que me he llevado, al ver que era igual al de mi amada Minerva! Mi querida y hermosa Minerva, con su cabello rubio tan largo que le rozaba la cadera, y sus extremidades largas que parecían las ramas de un árbol carente de hojas. No me malentienda, yo adoro a esta mujer con mi cuerpo y alma, es por eso que lo hice. Quería conservar su rostro pétreo, con su característica sonrisa de dientes que se peleaban por cual iba a estar delante de los demás, y su cuerpo, tan delgado que podía ser llevado por una leve brisa de otoño. Ah, y como olvidar sus característicos lunares, aquellos que quería marcar tan desesperadamente como míos. ¡Tenía tantos que una vez, al intentar contarlos, la noche cayó sin aviso y mi querida Minerva debía regresar a su hogar! Mi favorito era uno que tenía en la clavícula izquierda, con forma de corazón. Era pequeñísimo, debía acercarme tanto que mi respiración chocaba en su cuello, y entonces ella respiraba hondo, intentaba alejarse por un momento, y luego caía, como si fuera una pluma, en mis brazos. En esos momentos íntimos me sentía delirar, soñando con encontrar todos esos puntos marrones. Y los encontré, pero mi preciosa Minerva no soportó tal acto, así que cayó por última vez, ligera, en mis brazos. ¡Lo bella que se veía con mis trazos, de punto a punto, marcando una enorme constelación escarlata!A todo esto, decidió irse. ¡Mi adorada Minerva me ha abandonado! ¿Cómo se atreve, luego de tantas cosas que hice por ella? ¡En mí la desgracia ha caído luego de su partida, y ella está ahí, observándome desde el espejo, congelada, sin importarle ni un ápice mi bienestar!
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Cuentos Y Relatos
RandomUn día leí un libro clásico, otro día, relatos de Edgar Allan Poe, y esa misma madrugada no pude despegarme del teclado, derramando palabrería nocturna sin sentido alguno que más tarde intenté mejorar. © cordeliablythe_