•El Retrato•

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Disclaimer: Los personajes pertenecen a Masami Kurumada.

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Cuando la multitud finalmente se separa y Aioros clava los ojos en la obra maestra del pintor, el primer pensamiento que cruza su mente es... bueno, "al menos eso explica las miradas divertidas que he estado recibiendo toda la mañana".

La gente lo había estado observando boquiabierta, sonriendo como si supiera algo sumamente privado sobre él. Por fortuna, no se había sentido malicioso; sino, más bien, como uno de esos extraños sueños en los que de repente te encuentras completamente desnudo en público. Ahora, con la razón de esa sensación mostrada ante él en todo su cuestionable esplendor, Aioros no puede evitar darle crédito.

—¡Señor! —el hombre le sacude calurosamente una mano como si esta no fuera la interacción más extraña que ha tenido en su vida—. ¡Ahí tiene! Entonces, nuestra pintura, ¿está satisfecho, es de su agrado? Tiene que decírmelo.

Aioros es incapaz de apartar los ojos del trabajo. Son como los detalles de una visión rocambolesca: simplemente no puede quitar la vista sin importar cuán degradante sea el tema, cuán terrible; pero el hombre parece innegablemente complacido por su propia obra, y ha estado recibiendo mucha atención. Así que se traga un grosero "no es exactamente lo que imaginé", y de alguna manera se las arregla para forzar un "es... agradable".

Una chica a su lado le lanza una mirada que normalmente se reservaría al príncipe azul o al stripper de turno. El artista sencillamente asiente con entusiasmo y espera a que Aioros continúe.

—Denota una gran, ehh, imaginación —intenta.

Detrás de él hay un coro de aprobación.

—Sin embargo, no recuerdo haberme desvestido antes de posar —agrega deliberadamente, pero no hace nada para desalentar a los aldeanos—. Algunos de los otros detalles también están un poco fuera de lugar —finaliza, algo malhumorado.

Hay pocas batallas de las que haya sentido la necesidad de huir; esta se perfila como una de esas. Dos mil euros, que le habían ofrecido para convertirse en la figura del cuadro, de repente no parece valer la pena. Debería haber sabido (¡Saga se lo había recalcado una y otra vez!) que no existen los tratos fáciles. Había sido ingenuo al pensar que el perro que lo había atacado mientras posaba sería la peor complicación de todo el asunto.

—Bueno —concede el pintor sin arrepentimiento—. ¡La imaginación es la herramienta principal de un artista!

Eso sigue, en realidad, con la experiencia de Aioros.

—Escuché lo mismo de cierto poeta. Embellece e inventa, principalmente.

Incapaz de soportar la intensa mirada ardiente de su imagen en el lienzo por un segundo más, Aioros decide que una retirada estratégica es la prioridad. Debe haber alguna manera de distanciarse de la pintura. ¿Quizás pueda cortarse el pelo? ¿O teñirlo? ¿Empezar a usar anteojos? Mudarse al rincón más inhóspito e inaccesible del planeta...

Cuando el pintor se ofrece a venderle la cosa, Aioros trata de no parecer demasiado ansioso. Difícilmente llamaría dos mil euros una ganga, pero si puede mantener esta aberración –cuidadosamente representada con exquisito detalle en hermosos colores–, lejos de las miradas indiscretas de los aldeanos, vale cada centavo.

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