Paloma estaba convencida de que había algo mágico y maravilloso en viajar y conocer lugares nuevos. Era una sensación de adrenalina que le hacía tamborilear el corazón como si se le quisiera salir del pecho. Podía sentirlo desde el instante en el que pisaba el aeropuerto o la estación que la llevaría a su siguiente destino. Era un cosquilleo que se le subía por los pies y le recorría el cuerpo hasta alcanzar el corazón y agitárselo. Amaba esa sensación, una mezcla de la incertidumbre de no saber qué aventuras le esperaban en nuevas tierras y la idea de poder empezar de nuevo en cualquier sitio en el que nadie la conociera. Viajar para ella implicaba una nueva oportunidad de «ser» que solo se conseguía en un sitio en el que no se ha «sido» antes. Era una manera de reiniciarse y reinventarse, y a Paloma le gustaba tener esa capacidad de poner el marcador de nuevo en cero.
Ella pensaba que en una ciudad que no era la suya nadie la conocía, por tanto, nadie la juzgaría, más si la veían como extranjera. A los turistas se les permite equivocarse, hablar mal el idioma, caminar vestidos con ropas que no van a la moda o llevar cámaras enormes y riñoneras en la cintura. A los extranjeros se les permite vagar sin rumbo y conocer lugares turísticos un martes a la mañana, dormir tarde o comer mucho, nadie les exige seguir rutinas aburridas ni pautas prefijadas. Y según ella, todo eso facilita a los viajeros descubrirse una y otra vez, conocer qué persona podrías llegar a ser en cada sitio. Y comprobaba siempre, con absoluto asombro, que todas las versiones de personas que podría ser en cada lugar eran distintas a la que era en su país de origen o en el sitio en el que vivía.
Y esa era la adrenalina que ella asociaba a viajar y que tanto le encantaba, la de poder ser miles de versiones de sí misma en una especie de universo paralelo en la cual la Paloma que estaba en Brasil en ese momento, no sería jamás la misma si estuviera en su casa, en Galicia.
Y es que ella siempre había tenido algunos problemas con eso de encontrarse a sí misma, no comprendía por qué tenía que ser solo de una forma o por qué no podía ser distinta de la que era el día anterior. Le parecía una tontería que la gente te encasillara de una manera puesto que el ser humano cambia constantemente y el mundo gira día tras día. Tampoco comprendía por qué una persona a la que llamaban buena no podía ser mala en ciertas circunstancias, o una persona simpática, no podía ser un poco antipática otro día. ¿Acaso uno no podía ser hoy de una manera y mañana de otra? ¿Por qué eso siempre llevaba a decepcionar a las personas que cargaban sobre tus hombros sus propias expectativas? Paloma defendía que las personas podían cambiar, y aun así seguir siendo ellas mismas, en una versión mejorada o quizás, en algunos casos más tristes, en una versión peor, pero pensaba que todos los seres humanos tenían la capacidad de elegir ser alguien distinto cada día, y en esa búsqueda incesable, tratar de ser mejor persona.
Por eso odiaba que la encasillaran en una forma de ser o en una palabra. Según su padre, Paloma era muy compleja; según su abuela, ya debería sentar cabeza puesto que ella a su edad ya estaba casada y esperaba una hija. Según su tía, Naomi, tenía que hacer lo que le viniera en ganas porque la vida era muy corta y no valía la pena estresarse. Según Camelia debía buscar su mejor versión e intentar ser feliz, y, según su hermanito, Mateo, debía dejar de viajar porque no le parecía justo que ella fuera por allí a divertirse mientras él tenía que ir a la escuela. El caso era que, al final, cada quién la juzgaba desde su posición y sus miedos, desde el sitio desde el cual cada uno miraba el mundo, ¿y qué mejor que viajar para comenzar a mirar el mundo desde otras perspectivas y desde otros sitios?
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Cuando las mariposas migran
RomancePaloma e Ian se conocen desde que ella tenía doce y él dieciocho, el padre de ella se ha casado con la hermana mayor de él, pero como él vive en el Brasil desde aquel entonces, nunca habían interactuado tanto más que en algunos eventos familiares en...