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Lucerys cayó del cielo hacia un mar de fuego, Arrax fue destrozado por Vhagar en un abrir y cerrar de ojos, mientras que el cuerpo del joven príncipe, o lo que quedaba de él, se precipitaba hacia la ciudad en llamas

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Lucerys cayó del cielo hacia un mar de fuego, Arrax fue destrozado por Vhagar en un abrir y cerrar de ojos, mientras que el cuerpo del joven príncipe, o lo que quedaba de él, se precipitaba hacia la ciudad en llamas. Aemod observó la escena, estupefacto, un pensamiento hipócrita lo invadió, no podía evitar pensar que aquello no era lo que deseaba, sólo quería asustarlo, aterrorizarlo hasta el punto de hacerlo llorar, quizás tomarlo como prisionero y usarlo como una ventaja política, pero Arrax atacó a Vhagar y el orgullo del dragón no le permitió quedarse sin hacer nada.

Todo estaba destrozado, no creía que hubiese nadie vivo ahí abajo, no después de que los alrededores se transformaran en el campo de batalla de los jinetes de dragones. Aemond se quedó congelado, Vhagar continuó volando hasta que alguien apareció entre las nubes y arremetió contra él.

Era el príncipe Jacaerys, cuyos ojos llenos de lágrimas e inyectados en sangre le observaban. Estaba furioso, no lo dejaría ir tan fácilmente. Sin embargo, Aemond todavía estaba demasiado sorprendido. Lucerys había sido una constante en su vida, una pequeña espina en la planta del pie, un guijarro en su camino que se negaba a desaparecer.

Siendo honesto, su hermano Aegon era un mayor rival que el joven Lucerys, pero era distinto, no sabría describirlo, no sabría explicar lo que estaba sintiendo en ese momento.

Aemond se sostuvo de Vhagar, pero fue lo único que pudo hacer. En un segundo uno de los mejores jinetes se había transformado en un mero ornamento sobre la espalda del dragón. Estaba acabado.

Jacaerys no tendría piedad, buscaba venganza, una mucho más violenta que la que él pidió a cambio de su ojo.

De repente recordó los años pasados, en los que corrió detrás del más joven de los príncipes aterrorizándolo, transformándose en la pesadilla que lo asechaba en las noches. Sin embargo, Lucerys continuaba desafiándolo, actuando como si no tuviera nada que perder.

—No creas que seré bueno contigo sólo porque eres el príncipe.

—No creas que yo seré bueno contigo sólo porque te falta un ojo.

Aemond salió de su ensoñación cuando Jacaerys lo quemó del costado. El fuego de su dragón ardía con la ira del jinete. Vhagar era una luchadora, una veterana, tenía más experiencia que cualquiera de ellos en el campo de batalla, pero su jinete estaba inmovilizado, era una carga para ella, mientras que Jacaerys se encontraba por encima de sus capacidades, movido por el dolor y la venganza.

De repente Aegon apreció en el aire, lo defendió no porque quisiera hacerlo, sino porque deseaba luchar con Jacaerys. Aunque Aegon no fuera más que un desperdicio de ser humano, todavía había sido el guerrero más apto de su generación, lo fue antes del alcohol, las mujeres y los vicios de la corte.

Aegon no estaba ahí para defender a su hermano, estaba ahí para probar algo, cualquier cosa que demostrara que todavía quedaba un poco de él.

Los dos dragones se enzarzaron en una lucha que se traducía en fuego humo y nubarrones que, desde abajo, sólo dejaban ver las sombras de los colosos en el cielo.

Aemond no deseaba saber nada al respecto, así que huyó, lo hizo, aunque apenas al inicio del día pensó que permanecería en pie, luchando, sin importar lo que pasara.

Vhagar se alejó, rugiendo en impotencia por tener que dejar el campo de batalla.

No supo cuánto avanzaron hacia el sur, lo único que supo era que el humo desapareció del cielo, dejándolo rodeado de nubes blancas y un viento helado que le congelaba el rostro. No iba a sobrevivir por mucho tiempo, la mitad de su cuerpo estaba quemado, sangraba en algunas partes y había perdido la movilidad de la mayor parte de sus extremidades. Estando en aquel lugar a solas, Vhagar pareció notar por fin su estado y rugió en desesperación.

Aemond esperó el momento inevitable, ese instante en que abandonaría la tierra y se uniría a las estrellas.

Su mente comenzó a divagar como consecuencias del dolor y el frío, pensando en todas las decisiones que lo habían llevado a aquel patético final. Estaba recargado de Vhagar, que surcaba los cielos, dirigiéndose quién sabe a dónde. De repente Aemond miró a su alrededor, luces brillantes comenzaron a rodearlo y se dio cuenta demasiado tarde que había quedado atrapado en una lluvia de estrellas.

Pequeñas y parpadeantes bolas de luz caían al mar mientras él agonizaba. Recordó entonces que alguna vez su madre le había hablado sobre una vieja historia que decía que, si te encontrabas una lluvia de estrellas, podías pedir un deseo.

Lo hizo, no pasó nada.

Furioso, lleno de dolor, tanto físico como mental, levantó la mano y atrapó una de las estrellas que caían del cielo. La pequeña chisporreo en sus manos, dando un último ápice de fulgor antes de comenzar a morir igual que él. Aemond la miró y soltó un resoplido. Estaba caliente, lo quemaba y parecía a punto de explotar, las estrellas no estaban hechas para ser sostenidas por humanos.

Era el final.

Sabiendo que el tiempo que le restaba era solamente agonía, decidió marcharse bajo sus propios términos.

—Lo siento, Vhagar —dijo y luego tomó la estrella y se la metió a la boca.

El calor lo recorrió de adentro hacia afuera, incendiando su cuerpo poco a poco. Era una muerte agónica, pero se sentía bien. Su cuerpo perdió fuerzas y cayó de la monta hacia el mar abierto, Vhagar rugió, observando a su jinete ser devorado por las olas. 

 

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Iron heart (Lucemond)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora