evocator

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Los tenues rayos del sol, que bañaban suavemente aquel mágico bosque, anunciaban la llegada de un nuevo día.

Dentro del bosque, caminando con los pies descalzos se encontraba un hombre de aspecto joven; cabellos rizados del color del fuego, y ojos verdes como las hojas de los árboles que lo rodeaban. Sus pies, pequeños como el resto de su cuerpo, se movían silenciosos y ágiles entre los enormes árboles, desde donde las dríades, ninfas protectoras de los bosques y selvas, lo observaban escondidas.
El joven siguió su camino, ignorando a las pequeñas criaturas que lo espiaban. Quizás en otro momento se habría detenido a apreciar su belleza o entablar una conversación con ellas, pero tenía asuntos de los que ocuparse y no se podía distraer.

Después de caminar por un tiempo, finalmente llegó a su destino. 
Un muro de piedra se alzaba frente a él, y las pequeñas ninfas que lo habían seguido todo el camino vieron  asombradas como se abría un pasadizo en la parte baja del muro luego de que el chico hubiera susurrado alguna frase que no llegaron a escuchar.

El joven dirigió una última mirada al bosque para luego desaparecer dentro del pasadizo, y cuando las ninfas ya no pudieron verlo, el muro volvió a su estado original, sin señales del pasadizo o del joven.

Del otro lado y una vez adentro, el pelirrojo invocó una pequeña llama de fuego para alumbrar el lugar, y esta se mantuvo flotando cerca de él sin llegar a quemarlo.
Frente a el se encontraba un largo pasillo de piedra gris completamente vacío, que unos metros hacia adelante se dividía en dos, y doblando a la derecha, continuo caminando hasta bajar por unas escaleras que allí había.
Después de caminar otro tramo más y de bajar otro par de escaleras, por fin encontró lo que buscaba: una enorme puerta dorada que se destacaba entre las descoloridas paredes del pasillo.
La puerta era inmensa. Estaba hecha en su totalidad de oro, decorada con rubíes y amatistas.

— Ábrete para mi — ordenó el joven, con voz suave pero firme.

Al ver que la puerta no tenía Intención de abrirse por sí sola dejó escapar un suspiro cansado y, acercándose, apoyo su mano izquierda sobre ella. Una tenue luz naranja iluminó la palma de su mano, y luego, poco a poco el oro cedió dándole paso para así poder entrar.

Del otro lado se encontró con un sinfín de tesoros y reliquias de todo tipo, que iban desde montones de piedras preciosas, monedas de oro y joyas hasta obras de arte exquisitamente pintadas y una enorme colección de libros.
En el medio de la habitación, contrastando con el resto de objetos, se hallaba una meza de piedra y descansando sobre ella, un ataúd fabricado con madera oscura, presumiblemente de álamo, con detalles tallados a forma de decoración.

El joven se acercó a la meza, y luego de pasar suavemente su mano sobre la tapa del ataúd, este se abrió.
La imagen frente a él era un tanto grotesca; el cuerpo ya había pasado por el período de descomposición, pero debido a las bajas temperaturas y el aire seco dentro de la habitación, se había momificado de manera natural.
Cualquier rastro de grasa y músculo había desaparecido, y la piel, ahora de un anormal color marrón, se apegaba a los huesos sin dejar ningún espacio entre medio. Las cuencas
de los ojos, junto con el contorno de la nariz y la boca, se habían ennegrecido.
Sin embargo, el pelirrojo no mostró ninguna reacción ante la vista, y tranquilamente sacó una daga de plata que mantenía oculta en un bolsillo de su camisa y, sin titubear corto el interior de su palma, dejando caer su sangre sobre el cadáver momificado, deteniéndose unos segundos más en la cabeza, el cuello y el área donde se encontraba el corazón y los pulmones. Seguidamente, una llama de energía anaranjada rodeo su mano, y cuando desapareció la herida se había ido con ella. 

Una vez su mano estuvo curada extendió ambos brazos sobre el cuerpo y comenzó a recitar un cántico en una lengua antigua al mismo tiempo que la misma energía naranja cubría tanto sus manos como el cuerpo del ataúd.
Cuando termino de recitar, observo pacientemente como el cadáver se reconstruía. La piel volvió a su tono natural, los órganos volvieron a formarse llenando nuevamente el cuerpo, que ahora se veía mucho más sano; más vivo.
Por último, las cuencas de los ojos se llenaron una vez más, y el cabello azabache volvió a crecer antes de que el cuerpo ahora vivo abriera la boca y tomara una bocanada de aire. Los ojos se abrieron lentamente y la energía que los rodeaba se retiro con la misma velocidad.
La persona dentro del ataúd tomo otras cuentas respiraciones antes de dirigir la mirada al joven pelirrojo, revelando unos iris oscuros que parecieron ver a través del otro.

— Príncipe Henry, me alegra volver a verlo — saludo el pelirrojo.

— Aidan, ¿Por qué siento que ha pasado una eternidad? — preguntó mientras se sentaba, su voz de un barítono, grave pero dulce al oído.

— Eso es porqué han pasado 300 años de su muerte, Príncipe — respondió con una pequeña sonrisa en sus labios, mostrando un par de hoyuelos en sus mejillas.

—  ¿300 años? Eso es … — el Príncipe se interrumpió a sí mismo con una pequeña carcajada, que fue suave y corta — Realmente te tomaste tu tiempo para traerme de vuelta, ¿No es así?

— Tenía que esperar para que funcionará, no podía adelantarlo.

— Si, puedo verlo. De todos modos, ¿podrías darme algo con lo que vestirme? No creo que sea prudente salir con estas pintas.

Aidan asintió y le dio una muda de ropa que había preparado de antemano. El moreno se vistió y juntos abandonaron la habitación, con el pelirrojo liderando el camino.

Por otro lado, las pocas dríades que aún seguían esperando por la vuelta del joven se sorprendieron (una vez más) cuando lo vieron salir acompañado por otro hombre, más alto que el, cabello negro y ondulado hasta los hombros, unos hermosos ojos negros y una sonrisa decorando su hermoso rostro, mirando  al más pequeño como si este fuera la criatura más hermosa del planeta.

Además, notaron las ninfas, los hombres iban tomados de las manos, y ellas observaron aún curiosas como ambos dejaban el bosque, esperando volver a verlos en alguna ocasión.

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