One shot.

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Algo grande estaba por ocurrir en el poblado de Ludlow. Louis Creed lo advirtió tan pronto el camión de mudanzas se detuvo del otro lado de la carretera, justo enfrente de su casa, afuera de la cabaña de su vecino Jud. Su querido y estimado amigo, y a quien había evitado los últimos nueve meses en su eterno afán por olvidar la desgracia acaecida hace más de medio año.

Gage.

Su pequeño Gage.

Los cargueros se disponían a bajar los muebles cuando Louis abandonó la silla de madera del pórtico y decidió adentrarse en la casa. Ahora no era más que una derruida, mohosa y polvorienta estructura, sin embargo, cerca de un año atras, ese descuidado inmueble había representado para él un genuino hogar.

Había albergado esperanzas de que viviría una larga y cómoda vida junto a su amada familia.

Después de todo, ¿No es eso lo que cualquier hombre a sus treinta y seis años busca?

Una base sólida en la vida. Casa propia, trabajo estable y una familia amorosa. Para su infortunio, Louis ya no poseía lo último. Aquello que alguna vez significó lo más importante y que, en la actualidad, no existía más. Su amada Rachel no había podido sobreponerse al duro golpe que conlleva la pérdida de un hijo.

La muerte de Gage les arrancó a ambos el amor que se tenían el uno por el otro, el sentido de protección y los deseos de unión. Todo quedó hecho trizas. Igual que el cuerpo de Gage bajo las ruedas del camión Orinco aquella gélida y fatídica tarde del 16 de mayo, cuando quisieron llevar a cabo un picnic familiar.

Para evitarse crisis innecesarias, Louis había donado todos los objetos y ropa de su pequeño.

Tan pronto Rachel se mostró incapaz de hacer frente a los hechos y terminó cediendo a la presión de sus padres de mudarse con ellos y firmar el divorcio, Louis se dio por vencido con todo. Con su matrimonio, con su familia. Si seguía vivo y cuerdo era únicamente porque el aire era gratis y no tenía las agallas para consumar lo que tantas veces se cruzó en su cabeza al ver el cuerpecito deshecho de su hijo en el cajón.

Ellie. Su adorada Ellie también se había marchado. Pero era lo mejor. Louis no se sentía, (ni lo haría nunca) en condiciones para cuidar de ella. Rachel se la había llevado consigo. Les había fallado. Louis había fracasado como padre, como esposo y como ser humano.

Sobre la polvorienta y astillada mesa descansaban cuatro pilares de cartas.

Tres de ellas sin abrir. Y todas con remitente de California. A Louis le sentaba bien recoger las misivas semanales en su correo.

La primera vez, no pudo leer completa la carta de su pequeña que le rogaba porque se reuniera con ella y su madre.

Que lo perdonaba, que ella sabía que no había sido su culpa, aunque el abuelo insistiera lo contrario.

Tal vez lo mejor para el estado psicologico y mental de Louis habría sido abandonar el sitio que tanto dolor le había provocado, y que tanto le había arrebatado. Sin embargo, era como si su cuerpo y su mente obedecieran a leyes extrañas y ultraterrenas. Tenía que estar ahí. Lo sentía su obligación. Era su manera de lidiar con un duelo que ya se había prolongado demasiado. No podía irse hasta que lo aceptara, se resignara, perdonara y superara.

Gage no iba a regresar. Pese a que, durante el funeral de su hijo, le había invadido un fuerte deseo por hacer lo impensable. Un acto profano. La angustia dentro de él era tanta que, Louis había querido repetir el horror de enterrarlo allá arriba, justo en el cementerio indio. Quizá si Jud no le hubiera contado sobre las atrocidades de intentarlo, y si su delgado raciocinio no hubiera hecho caso, las cosas serían diferentes. No obstante, Gage no estaba. Había muerto, y Louis debía aceptarlo.

Árido.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora