Capítulo tres

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Advertencia. Este capítulo contiene violencia explícita y menciones de sangre.

Desperté sobre aquella cama que, a pesar de tener meses sintiéndola bajo mi cuerpo, apenas comenzaba a sentirse familiar. La cobija y las sábanas blancas hacían que el ambiente se sintiera ligero y no tan cálido como quisiera, lo que me obligaba a mantenerme entre las cobijas por más tiempo del necesario y no me dejaba más opción que pensar.

Pensar en todas las veces en las que esperaba un poco más para salir junto a Steven del museo, en las que ambos esperábamos sentados en la parada de autobús y hablábamos sobre lo molesta que era Donna y lo divertido que sería si nosotros pudiésemos mandar en el museo, los cambios que haríamos. Eran pláticas tontas, empezadas por mí y mi necesidad de hablar con él, pero era de las pocas veces en las que Steven parecía hablarme de algo que no fuera un dios egipcio o el proceso de momificación que utilizaban en aquel tiempo. Después era él quien se iba primero, diciéndome que tenía que llegar a casa a alimentar a su pez, Gus, ya que no le gustaba dejarlo solo por tanto tiempo, o que llegaría directamente a dormirse porque estaba muy cansado y sentía que lo había arrollado un camión. Lo veía en sus ojos, en sus movimientos. Lo cansado que estaba, lo que sentía.

Había demasiados sentimientos dentro de él y no necesité mis habilidades para averiguarlo. Existía ese Steven lleno de entusiasmo por aprender, por inculcar. Aquel que veía maravillado cada una de las exposiciones del museo en su tiempo libre y que de vez en cuando me arrastraba con él para explicarme sobre el periodo en el que las mujeres pudieron gobernar en Egipto por primera vez o el momento exacto en el que se construyeron las pirámides y esfinges más representativas de la cultura egipcia.

Se paraba frente a mí mientras hacía demasiados gestos con sus manos, señalando exactamente algo en una pintura, en los símbolos, dibujándolos en el aire mientras intentaba explicarme su importancia. Y yo escuchaba. Cada una de sus palabras, yo las escuchaba. Le sonreía cuando lo veía mirarme de reojo entre sus explicaciones, asegurándose en todo momento que no estuviese hablando de más, que no estuviese aburriéndome. Le daba la seguridad que necesitaba, hacía preguntas sobre todo, ya que no entendía nada y quería saber más. Más sobre eso que tanto cautivaba al hombre frente a mí para así sentir que lo conocía.

Aunque también existía el Steven que entraba a pasos lentos por las puertas del museo. Sabiendo perfectamente que llegaba tarde. Sus ojos cansados e inexpresivos, las ojeras marcadas por debajo y una de sus manos contra su pecho mientras sostenía un termo o su maletín. Era una versión suya a la que parecía le habían succionado la vida. Como si hubiesen utilizado aquel gancho del que me había hablado y hubiesen extraído todo de él, excepto su corazón. Dejándolo solo como un reflejo de lo que era. Dejándolo vivir, pero solo lo suficiente, no más.

Y aun así, con esa versión que estaba segura que él detestaba, ahí estaba yo. Observando esa ligera mueca, un intento de sonrisa que buscaba darme cuando me veía recargada sobre el mostrador antes de acercarse y murmurar algo que ninguno de los dos había alcanzado a escuchar. Agradeciéndole en silencio cuando se ofrecía sin palabras a ir por las pesadas cajas al almacén, a estirarse para tomar algo de una de las repisas más altas. Había aprendido a disfrutar del silencio que muchas veces nos rodeaba, porque era parte de él. De los días en los que no quería palabras, sino tranquilidad. Días en los que me permitía estar junto a él en su cansancio. Esos en los que nos sentábamos frente a las computadoras, suspirando por la lentitud del día y por los clientes que podían llegar a ser algo groseros.

Y ahí estaba él, sacando de su maletín una galleta para deslizar hacía mí por sobre el mostrador, sin palabras, en silencio. Recordando sin decírmelo que sabía que no me gustaba el chocolate, pero que amaba las galletas de chispas de chocolate. Y luego estaba yo, llenando los silencios de los días en los que la versión de él con la que estaba era aquella que me escuchaba hablar y hablar de cualquier tontería: cómo amaba el frío, pero dormía con dos grandes cobijas sobre mí, cómo odiaba el café, pero amaba el chocolate caliente, cómo había días en los que dormía perfectamente y otros días llegaba igual de cansada que él.

Armonía en el caos | Moon KnightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora