EL DUENDE TAEMIN.

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Había una vez un estudiante llamado Minho, que vivía en un pequeño cuarto arriba de una tienda, él era muy humilde y nada poseía. El tendero habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa, ahí también vivía un duende al que llamaban Taemin, todos los años en Nochebuena el tendero le obsequiaba un tazón de sopa caliente y un buen trozo de carne. Lo hacía de buena voluntad, por lo que el duende le cuidaba la tienda.

Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse un pan y queso para su cena. Le dieron lo que pedía, lo pagó, el tendero y su mujer le desearon las buenas noches. La mujer era muy parlanchina y amable.

-Que tenga buen descanso joven Minho.

El estudiante Minho les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía la carne. Era una hoja arrancada de un libro viejo, jamás hubiera pensado que alguien hiciera eso, pues era un libro de poesía.

-Todavía nos quedan más hojas -dijo el tendero con una sonrisa-; lo compré a una vieja por unos granos de café. Por ocho chelines se lo puede quedar joven Minho.

-Muchas gracias -repuso el estudiante Minho-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer solamente el pan, realmente sería pecado seguir destrozando este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, no  entiende absolutamente nada.

La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, pero el tendero y Minho se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende  Taemin se molestó al oír semejante reclamo. El tendero era su amigo, dueño de la casa y encima vendía una carne excelente.

Al anochecer fue cerrada la tienda y cuando todo el mundo estaba durmiendo, excepto Minho, el duende saco de su escondite su varita mágica, pues no la utilizaba mientras dormía; fue tocando a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz y así podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como cualquier ser humano, pero, claro está, solo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo hubiese sido un verdadero escándalo.

El duende puso la varita sobre la mesa que contenía los diarios viejos.

-¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía?

-Claro que lo sé -respondió la mesa-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que el estudiante tiene razón, el tendero es muy bueno pero es un total ignorante.

Luego el duende colocó la varita en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al cazo de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la misma opinión. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda más remedio que respetarla y darla por buena. Esa fue la conclusión del duende Taemin.

-¡Y ahora, al estudiante! -pensó el duende y subió calladito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto y  miró por el ojo de la cerradura viendo al estudiante Minho que estaba leyendo el libro roto de los poemas. Pero, ¡qué luminosidad tan cegadora irradiaba de él!

De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba a Minho. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde fluorescente, y cada flor, una verdadera belleza de la naturaleza. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, igualmente un canto y una música increible resonaban en la vieja habitación.

Jamás había imaginado el duendecillo Taemin una magnificencia como aquélla, nunca había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante Minho había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio. Estaba absorto, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y encantador, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.

-¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante Minho... –

Y se lo estuvo preguntando buen rato, hasta que, al fin, le venció la sensatez y suspiró. -¡Pero el estudiante Minho no tiene sopa, ni carne!-. Y finalmente se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la mesa seguía hablando, continuaba pregonando la ignorancia del tendero. Cuando entró el duende Taemin le quitó de inmediato el habla; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones repitiendo lo que la mesa pensaba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la mesa

En cambio, el duendecillo Taemin ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sapiencia de la tienda, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que se experimenta en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompe a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante Minho! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío que calaba hasta los huesos, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba siendo insoportable. Sólo que el duendecillo Taemin no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Auch, cómo temblaba entonces, bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con su sopa caliente y su buen pedazo de carne, se declaró resueltamente en favor del tendero.

A media noche despertó el duendecillo Taemin un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, personas que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el silbato. Había estallado un incendio, y toda la calle estaba iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, tratando de salvar algo. El tendero tomó su cajón del dinero. Cada quien quería salvar lo mejor, y también el duendecillo Taemin, por lo que de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante Minho, quien ya estaba en pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo Taemin de cualquier forma cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y metiéndoselo en su gorro rojo lo sujetó fuertemente con ambas manos: Para él ese era el más precioso tesoro de la casa y ahora ya estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, no dejaba de sujetar el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Entonces regresó a la buhardilla y colocó nuevamente sobre la mesa de noche el libro. Comprendió que la Magia de este no existía sin maravillosa manera de ser leído por el estudiante Minho. Así que decidió cambiar su estadía de la tienda a la habitación en donde era completamente feliz. Ya vería la manera de conseguir que el estudiante le diese de comer.

FIN

Hans Christian Andersen.

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CUENTOS DEL MUNDO MÁGICO SHAWOL. (2MIN)(JONKEY)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora