Mon amour

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Harry estaba en un nivel, hasta entonces desconocido de ansiedad.

Habían pasado doce días, desde que Draco tuvo que marcharse a Grecia, con el propósito de recolectar ingredientes estúpidamente difíciles de conseguir, para una de sus odiosas pociones de grado C.

  Cuando Draco decidió volverse pocionista, él fue el primero en secundar su idea. Ahora se arrepentía, odiaba su maldito trabajo... ¿A quién engañaba? Adoraba que Draco estuviera dedicándose a lo que le hiciera feliz y siempre sería el primero en apoyarlo.

  Sin hablar de su desgraciado y ardiente uniforme que lo hacía ver como uno de esos magos de revista que, obviamente, Harry no veía.

  Honestamente, el problema no era el trabajo de Draco, el problema estaba en que habían pasado doce días desde la ultima vez que Harry tuvo un orgasmo.

Porque, en un episodio muy imbécil y dopado de buen sexo le juró, o mejor dicho accedió, a cumplir con el capricho de Draco que le prohibía estrictamente masturbarse o darse placer de alguna forma.

Ahora, en sus solitarias noches, las cuales acababan con él recordando, sin poder evitarlo, alguna de sus sesiones especialmente ardientes con Draco, no tenía otra opción más que apretar las piernas e irtentar en vano conciliar el sueño.

  Podría simplemente haberlo hecho, por supuesto. No representaba ninguna imposibilidad, sencillamente meter la mano en sus pantalones y saciar su furioso libido.

Pero, porque siempre existe un pero, su determinación a auto-complacerse menguaba al recordar el desafío en las palabras de Draco mientras se lo ordenaba. Como si aún diciéndolo, supiera que Harry fallaría.

  Por lo qué ahí estaba él, cruzando sus propios límites por la simple razón de ganar ese reto ridículo entre ambos.

  Quizás no fuera tan malo, pensó el primer día. Ya para el sexto, tenía los muslos y el estómago con laceraciones al rojo vivo, productos de sus uñas, ante la frustración sexual. Doce días y empezaba a concluir que lo mejor era arrojarse por una ventana.

   Lo bueno y único reconfortante fue que, por lo menos, tenía su trabajo, en donde podía desahogar un poco de la tensión y testosterona que parecía multiplicarse en su cuerpo cada hora.

  Lastimosamente, ese día los aurores no tenían ninguna misión particularmente complicada en la que pudiera colarse implementando excusas poco creíbles. No, ese día atendería la peor parte de ser Jefe de Aurores, el papeleo.

  Su asistente depositó en sus brazos varías carpetas excesivamente gruesas, repletas de casos cerrados que debía firmar. Suspiró y mentalmente calculó cuánto de eso podría acabar antes de su comida de medio día con Ron y Hermione.

Analizó su reflejo en la lámina reflectora de su puerta, pensando que debería pasarse por el gimnasio luego del trabajo. Podría quemar su adrenalina restante levantando unos cuantos kilos en la dorsalera.

  Con los ojos devuelta a su carga, cerró la puerta de su despacho con una patada tras él. Alzó la mirada y casi deja caer todo al suelo.

-¿Me extrañaste? -Requirió de su total fuerza de voluntad, para no correr y brincar a los brazos de su pesadilla albina favorita.

-Estás aquí.

-Que observador -Draco se veía realmente cómodo, ocupando su silla detrás del escritorio, como si hubiera nacido para sentarse en ella.

  Harry se preguntó si él mismo emitía al menos la mitad de esa autoridad. Su línea de pensamientos se desvió a la notable barba rubia del hombre, nunca se la dejó tan larga, las barbas eran lo suyo. Que ahora mismo no llevara una, no le daba derecho a Draco de usarla. Fuera de eso, no negaría que le agregaba un punto exótico a su habitual porte sensual.

Doce Días Donde viven las historias. Descúbrelo ahora