El mar estaba en calma. Su sonido envolvía la bruma de la mañana sin nacer como una melodía de cuna, arrullando a las criaturas dormidas de la Tierra. Todo respiraba paz, el paisaje imbuido de una serenidad que esperaba pacientemente la llegada del día, una claridad que no acababa de asomar, todavía, tras el horizonte purpúreo...

Grantaire esperaba también, contemplando el mar en silencio. De pie ante las olas, permitía que el agua lamiera sus pies mientras la brisa de la madrugada removía sus cabellos, levantando ligeramente la arena a su alrededor. Enjolras le había citado ahí la noche anterior, no sabía por qué, y se sentía intrigado por los motivos tras ese encuentro en la playa antes del amanecer. Su esposo era una persona enigmática en muchos sentidos, pero no solía hacer ese tipo de cosas.

Solo esperaba que Klaus le perdonara por no llevarlo consigo a ese paseo matutino. Pero Enjolras había especificado claramente que fuera solo, y no había podido hacerle más preguntas antes de que le dirigiera esa sonrisa misteriosa suya —que tan desesperante pero atractiva podía ser— y cambiara de tema. Además, esa mañana, como era habitual, Enjolras había despertado antes que él y, como no lo era tanto, había salido primero de casa, por lo que no había tenido la oportunidad de inquirir más.

Las preguntas que poblaban su mente se desvanecieron en la espuma del mar, o al menos en parte, cuando Enjolras apareció. Llevaba una manta sobre los hombros, como para refugiarse del aire frío, y la brisa revolvía suavemente su pelo, de un rubio blanco oscuro en la penumbra.

Alzó las cejas cuando vio a Grantaire en la orilla y se acercó.

—Llegas puntual —lo saludó, como si estuviera sorprendido.

Grantaire esbozó una media sonrisa, girándose para recibirlo.

—¿Tan raro es?

—Hum. No sueles aparecer a la hora a la que se te llama.

—Si eres tú quien me reclama, mi buen Enjolras, ni la furia del mismo Poseidón podría impedirme arribar presto a tu lado, por lejos que quede Ítaca.

Enjolras sacudió la cabeza y le indicó que lo siguiera. Pero Grantaire vio que sonreía.

—No lo digas muy alto, no vayamos a despertarla.

Grantaire rio apreciativamente, pero se sumió con él en el silencio mientras recorrían el camino que bordeaba la costa, ya tan familiar para ambos. Habían paseado por ahí numerosas veces en los últimos tiempos, desde que Enjolras había recuperado el gusto por salir y ver el paisaje, y habían pasado largas horas de sus tardes de verano jugando con Klaus en la arena —o en el mar: al pequeño le encantaba jugar a atrapar el agua cuando Grantaire lo salpicaba con ella— y buscando en el horizonte marino la estela de su patria, tan cerca y tan lejos de ellos a la vez.

La zona a la que Enjolras lo condujo entonces, sin embargo, era nueva para él. Era una especie de cala, pequeña y apartada, en la que nunca había estado, que recordara. Ni siquiera había sabido de su existencia, e iba a preguntar a Enjolras al respecto cuando este se desprendió de la manta y la tendió sobre la arena, extendiéndola para ambos. Se sentó encima y palpó el espacio libre a su lado, y Grantaire se acomodó con él.

—¿Qué es este lugar? —preguntó entonces, en voz baja, aunque no sabía por qué susurraba; pero había algo en el ambiente, como una quietud que movía al silencio y a la contemplación, y no sabía si deseaba romperla.

Enjolras se había puesto a mirar el mar.

—Lo encontré hace poco, paseando con Klaus. Es bonito. Y tranquilo.

—Ya veo... Y ¿por qué me has traído?

Enjolras le sonrió de medio lado.

—Precisamente por eso. —Se inclinó un poco hacia él, hasta apoyarse en su hombro—. Es tranquilo. Y solitario.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora