Nora Muscatello, mimada hasta lo impensado, tiene a toda Italia a sus pies.
Su padre le da todo lo que cruza por su mente, sólo hasta que sortea un horrible tropiezo.
Su pesadilla comienza al pisar la catástrofe que es Corea del Sur, pues una serie...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
—¿Cómo así? —proferí impaciente, intentando liberar mi brazo—. ¿Traicionado, cómo? Yo no quiero ir a ninguna parte.
—¡Es el puto de Alessandro! —exclamó—. Lo sospechaba hace semanas, te juro que lo sabía.
Esta vez un hielo me recorrió por dentro y sentí que me desmayaba cuando mi padre volteó a mirarme.
—¿Qué? —balbuceé—. ¿Mi tío Ale nos echó a los perros? Por favor no me jodas, papá.
—Después voy a explicarte, Nora, tengo a los Federales pisándome los talones, ¿entiendes? —profirió, pasando las manos por su cabeza y tratando de controlar sus expresiones—. Debemos irnos... a un país de mierda.
—¡¿Adónde?! —inquirí.
—Nos vamos en mí jet, olvídate del que te regaló ese perro.
—¡¿Adónde, papá?!
—A un lugar donde no nos encuentren, tranquilízate —ordenó fríamente—. Estás conmigo, así que domínate, no nos pasará nada si vas y preparas una maleta ahora mismo.
—Tienes que matarlo —supliqué.
—Claro que a ese imbécil lo voy a quebrar, Nora, pero primero tenemos que salir de aquí.
Con la mente revuelta y unas enfermas ganas de vomitar, preparé la maleta más grande y con ruedas que hallé a la mano en mi armario.
Arrojé ropa interior y vestidos al azar, unas cuantas chaquetas y pocos pares de zapatos. Tomé también mi bolso de mano con mis documentos, y de mi mesita de noche extraje mi pasaporte.
No parecía real que esto estuviera sucediéndonos, no con el imperioso ejército que es nuestro alrededor desde que tengo memoria. No con el respeto que la misma policía tiene con nuestro nombre. Y menos con el cariño que Alessandro parecía tenernos; él y su maldito hijo son repugnantes.
Si es una pesadilla, espero despertar pronto.
—¿Estás lista? —presionó mi padre en la puerta de mi habitación.
—Sí.
Guardé también un cofre con una buena cantidad de mi joyería, por si fuéramos a necesitar más dinero.
Bajé las escaleras con lo puesto y mi maleta, y todo el personal nos miró con cara de terror.
—¡Nos fuimos! —ordenó mi padre—. ¡Ustedes volaron de aquí!, ¡quiero esta casa vacía ahora!
Los guardias de las entradas, el personal de aseo y de cocina... Todos obedecieron en silencio, y muy rápidamente se sintió que desaparecían.
Yo seguí a mi padre hasta el jardín trasero y monté su Bugatti sin pensar. Él se encargó de guardar nuestras maletas y sacarnos de ahí.
Bajamos a toda velocidad por la cuesta oeste de Vía del Amore de Corleone, y yo traté de capturar en mi memoria todo lo que pude de la vasta infinitud del mar, confirmando que mis temores habían acertado y sin percepción de cuándo volvería a estar en paz en realidad.