No sé exactamente cuál es la razón detrás de esta carta Lucía, pero de algún modo u otro necesito dejar esto por escrito, soltarlo de una vez por todas; porque me pesa, porque me duele en el alma y, sobre todo, porque aún te amo.
Me gustaría contarte como me fue el otro día:
El otro día me puse esos zapatos que me compraste, ¿te acuerdas?, esas botas de cuero que me regalaste por mi cumpleaños. Al ponérmelas recuerdo el momento en el que las recibí: cuando abrí el envoltorio, sentado en el sofá de color beige que tanto te gustaba, me miraste ilusionada y con una sonrisa me dijiste que "hacían juego con mi color de ojos". Me pareció motivo suficiente para comprender que de verdad me querías, que no había duda de que lo nuestra era algo puro y que tenía un gran futuro por delante.
Hacía bastante frío, aunque no te puedo decir cuántos grados hacían esa mañana (seguramente unos 10º o así, aunque eso es lo de menos). Hoy te cuento esto porque, al usarlas después de tanto tiempo, me acerqué al espejo que solías usar a menudo, ese que teníamos en la salita de estar. Al verme reflejado vi más cosas de las que esperaba; no solo me he dado cuenta de que tenías un gusto exquisito (las botas me sientan fenomenal y han pasado más de 4 años), sino que también se me cruzaron imágenes fugaces de ti. Los gestos que solías hacer al arreglarte, las caras largas cuando no sabías que ponerte, pero, sobre todo, las miradas de alegría cuando te veías algo puesto que te gustaba. No te miento al decirte que no he conocido a nadie más que tenga esa forma de mirar al espejo, esa alegría al saber que todo iría bien.
Terminé en el espejo y fui a revisar que todo estaba bien cerrado, algo que hago desde que te fuiste, aunque sigo sin saber muy bien por qué. Pienso que puede ser por la falta de costumbre al vivir solo, por no tener a alguien que cada mañana me diga "levanta Pablo, que ya es tarde". Quizás me acostumbré demasiado, quizás me acomodé a que alguien revisará todo por de mí. Pasé por todas las habitaciones, apagué las luces del salón y cerré el balcón para que nadie entrara cuando me fuera (supongo que vivir solo también me ha convertido en alguien más inseguro). Por último, le eché un vistazo al baño y al ojearlo observé que aún seguían tus toallas ahí. Al principio pensé que eran mías, pero al acercarme vi tus iniciales bordadas "L. G."(Lucía Gutiérrez). Me quedé sin palabras, por decirlo de alguna manera. Iba todos los días al baño y nunca me había fijado en que todavía conservo las toallas que te regalé por nuestra Luna de miel. Te mentiría si dijese que las dejé ahí por pereza, por no haber querido recogerlo todo después de lo que pasó; la verdad es que fue todo lo contrario, y al igual que con las botas o el espejo, decidí dejar esas posesiones que más valor tenían para ti. No me vi con el valor de tirarlo todo, con la capacidad de echarlo todo por las escaleras. Tomé la toalla del perchero, la doblé y la puse en un cajón del armario. Cerré bien las puertas y me dispuse a salir de la casa al fin.
Fui a coger las llaves y cuando creía haber acabado con todo, me acordé nuevamente de ti; del manojo cuelgan las que solían ser tus llaves, esas que me diste cuando las mías se quebraron al tropezar ridículamente en una de nuestras intrépidas singladuras por el cañón de Colorado (supongo que así nunca me olvidaré de cómo te reías de mi torpeza). Me hace gracia ahora que las observo con detalle, aún puedo verte abrir la puerta de nuestra casa con ellas. Quizás no te acuerdas, pero al principio no podías abrir la puerta porque estaba muy oxidada; solías tardar unos minutos en girar esa vieja cerradura y a veces la abría por ti, cosa que explica porque nunca he sentido que este no es mi hogar, sino el nuestro. También me llaman los llaveros pesados que las acompañan: una pirámide plateada de cuando estábamos en El Cairo, una luna que te regalé cuando cumpliste los veinticuatro y uno que, sorprendentemente, huele levemente a ti (o tal vez es solo una confusión, producto de la ilusión que me hace pensar que volverás algún día). Es el símbolo del Yin y el Yang. Cuando me lo enseñaste por primera vez recuerdo pensar " eres una chica extraña", aunque no sé muy bien qué quise decir con eso. Ahora que puedo hablar de ti, diría que ese "extraña" hace referencia a tu fiera voluntad para cambiar la vida de los que te rodean, a tu deseo vehemente de comprender el mundo que tenemos dentro y el que nos rodea. Todo esto aún lo mantengo, dejaste en mí un gran legado y me enseñaste mil cosas que ahora soy capaz de apreciar, pero, entre ellas, la capacidad para apreciar la vida como tú lo hacías. Eso me ha convertido en otra persona, en alguien más alegre, en ti, por decirlo de algún modo.
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Rincón de Gonzalo
RandomUn libro de relatos y pensamientos profundos sobre la vida....