1. La huida

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«Odié tanto a mi madre por abandonarme... Y ahora me veo siguiendo sus pasos».

—.—

Draken estaba desconcertado. Por más que miraba aquella carta en sus manos, y aun consciente de que era totalmente real, una parte de su mente seguía repitiéndole que tenía que estar soñando.

Tomó su teléfono y presionó de nuevo el contacto de su esposa, pero el mensaje que había escuchado innumerables veces durante las últimas dos horas se repitió exactamente igual:

«El número al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Inténtelo de nuevo más tarde».

—¡Maldita sea, Emma! —Golpeó la mesa de pura frustración.

No lo entendía. Había leído la carta, sí, pero seguía sin comprender qué había llevado a su mujer a tomar esa decisión. ¿Acaso no eran felices? Él hubiera jurado que sí. Se amaban, se llevaban bien, disfrutaban de la compañía del otro, tenían un buen hogar y un hijo maravilloso.

«Thomas».

Miró su reloj y se le hizo un nudo en el estómago. Solo faltaba una hora para ir a buscarlo al jardín de infancia. ¿Cómo le iba a explicar al niño que su madre había decidido marcharse de casa y que no tenía ni idea de dónde podía estar o cuándo iba a volver?

«Eso si alguna vez vuelve».

Se frotó el rostro, exasperado, y se levantó. No podía perder más tiempo así, tenía que organizar las cosas antes de ir a recogerlo.

Dio una vuelta por la casa, comprobó que hubiera comida en la nevera, dobló y guardó la ropa que estaba seca y metió en la lavadora algunas prendas que tenía para lavar.

Hizo todo aquello como un autómata, moviéndose por impulso mientras intentaba no pensar en nada, simplemente enlazando una actividad cotidiana tras otra. Cuando se quiso dar cuenta, ya estaba de camino al jardín.

Al llegar, apenas tuvo que esperar cinco minutos para que Thomas saliera de la mano de su profesora.

—¡Papá! —La alegría desbordante de su pequeño le dibujó una sonrisa en el rostro, haciéndole olvidar por un instante lo que se le venía encima.

Tomó en brazos a su hijo, elevándolo en el aire, y le dio un beso en la mejilla mientras este se sostenía de su cuello. Cuando el niño le devolvió el beso, el nudo en el estómago regresó y la incertidumbre lo abrumó de nuevo.

—Buenas tardes, señor Ryuguji —saludó la maestra con educación—. ¿Está... todo bien? —El tono extrañado de la señora Yoshida le confirmó a Draken que su sonrisa no había durado demasiado. Sin embargo, reaccionó con rapidez y le dedicó una mirada amable a la mujer.

—Sí, sí. Todo bien. ¿Qué tal Touma* hoy? —preguntó bajando al niño al suelo.

—Pues seguramente estará cansado, porque hemos trabajado muy duro, ¿verdad? —Acarició la cabeza del niño con ternura y le hizo un gesto para que le mostrara a su padre el resultado de la actividad de aquel día.

—¡Ha sido muy divertido, papá! ¡Hemos hecho dinosaurios! —dijo emocionado el pequeño, levantando ante Draken la bolsita que llevaba en la mano con un par de figuras algo deformes en su interior.

—¡Son geniales! —alabó el hombre.

—Y están deliciosas —añadió la profesora, para después susurrarle—: son galletas.

Draken agradeció la aclaración.

—Seguro que lo están. En cuanto lleguemos a casa nos las tomaremos para merendar con un poco de leche, ¿quieres?

CUANDO LLEGÓ EL INVIERNODonde viven las historias. Descúbrelo ahora