PRIMER CAPÍTULO DEL LIBRO 'EL ESPEJO DE ARES', POR MAGNUS DAGON
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KORWAN
No cabe duda de que antiguamente el Consejo de Gobiernos acaparó una gran parte del poder mundial desde la ciudad en la que se asentó, Nergalia. Su estrecha vinculación con la ciencia le colocó en una posición con respecto a los gobiernos del planeta en la que, si bien no detentaba control directo sobre ellos, su presión en áreas de investigación y desarrollo tan dispares como las comunicaciones o los transportes convirtió a Los Once en la máxima fuerza política y a su líder, el Portavoz, en una cabeza por encima de naciones y fronteras.
Uno de los portavoces del Consejo de Gobiernos del que menos se sabe fue Saito Yamada. Su paso a la historia fue moderado y discreto dentro de la tiranía que se le atribuye, y poco se sabía del final de su mandato, aunque parecía tener mucho que ver con un caso jamás esclarecido que le relacionaba con la aún hoy en día famosa ajedrecista Kayra Korwan. He tenido la inmensa suerte de leer los diarios de Korwan, en parte transcritos aquí. Korwan padecía una extraña enfermedad, conocida con el sugerente nombre de Divergencia Neuronal, debido a la que era capaz de escribir con un detallismo de incalculable valor, recordando de memoria conversaciones enteras, además de poseer un apreciable punto de vista como científica e intelectual...
1
La limusina llegó puntual a casa. Pensé para mis adentros que ya era hora, pues llevaba unas 38000 horas practicando jugadas, analizando estrategias frente al tablero y memorizando anteriores partidas del que iba a ser mi inminente oponente aquella noche. Un par de tipos salieron del coche para llamar a la puerta, bien vestidos y con mirada torva, como todos los guardaespaldas contratados para escoltarme a las partidas. Se movían con gran velocidad, sólo tardaron ocho horas en recorrer el trayecto. Me dirigí a la planta baja, salí y me acompañaron hasta el coche. Una vez dentro, nos dirigimos al Estadio de Ajedrez, el lugar donde me batiría con Vincent Pooley, el número uno en aquellos momentos. Más que nada, porque aún no nos habíamos enfrentado.
El trayecto fue un poco largo, unos 395 días, pues el Estadio se encontraba en pleno centro de la ciudad y mi casa estaba apartada en la periferia. Pronto me olvidé de la partida y comencé a divagar, como siempre me solía pasar. El pensamiento fue saltando de un tema a otro, triste y melancólico. Me sentía encerrada dentro de mí misma, y todo por culpa de mi enfermedad. Por culpa de la Divergencia Neuronal.
El mío no fue el primer caso conocido por los médicos, pero sí el más espectacular. Desde que era niña, siempre sentí una gran lentitud en el mundo que me rodeaba. Mis padres lo atribuyeron a que era revoltosa y despierta, pero para mí la vida transcurría a cámara lenta. Por fortuna he olvidado muchas experiencias desagradables, pero recuerdo que cuando tenía siete años (prefiero no concretar cuántos sentía yo que tenía) cogí la gripe. Los médicos dijeron que se me pasaría pronto, pero yo tenía la sensación de que no me curaría nunca. Llamaba constantemente a mi madre desde la cama, tanto que estuvo a punto de caer enferma de estrés, pues era incapaz de hacerme comprender que no podía estar conmigo cada dos segundos.
—Kayra —decía—, tienes que aprender a valerte por ti misma y a no estar todo el rato pendiente de los demás... parece como si cada día se te hiciera eterno.
No sabía cuánta razón tenía.
Decidieron llevarme a que me examinaran, por si tenía ansiedad o algún trastorno parecido. Tras hacerme varias pruebas, me dijeron que padecía de Divergencia Neuronal. Las sinapsis producidas entre mis neuronas eran mucho más rápidas de lo normal, y eso afectaba a la percepción que mi mente tenía del tiempo. Sin embargo mi caso era el más acentuado que se conocía hasta la fecha: cada vez que para una persona normal pasa un segundo, en mi mente lo siento como si fueran unos 9500, es decir, unas 2 horas 38 minutos. Básicamente, en el momento en que miro de reojo a alguien, es como si me quedara dos horas frente a él plantada, observándole y pensando. Puede parecer que vivir se convierte en un pequeño infierno, y que cada día es un mantra interminable que no llega a su fin.
Ciertamente es así.
La limusina pasó junto a la puerta trasera del Estadio. Salimos corriendo, pues llegábamos con el tiempo justo, y tardamos treinta y tres días en llegar al interior, donde Pooley esperaba impaciente. Me miró con ansia, sin ocultar su interés por jugar contra mí. Eran cabrones como aquel los que me hacían sentir como un bicho raro. Para él era como si jugara contra una versión biológica mejorada de Deep Blue, una portentosa máquina de pensar sin sentimientos. Pero yo tenía sentimientos. Me había pasado mucho tiempo reflexionando sobre ello. Realmente mucho.
No me resultó muy difícil vencer a aquel pequeño rey arrogante. Al fin y al cabo yo jugaba con ventaja, pues era 9500 veces más ágil que él a la hora de contemplar sus movimientos y decidir los míos. Cuando su rey estuvo totalmente acorralado, en mi reloj habían pasado dos segundos y en el suyo cuatro horas. El público allí presente, 12782 espectadores (en un momento de distracción me puse a contarlos) se levantó y me aplaudieron sin parar durante seis días. Un aplauso prolongado al nuevo Deep Blue, al gran bicho raro. De repente me sentí como si estuviera en un parque zoológico y en cualquier momento se dispusieran a lanzarme cacahuetes. Yo, Kayra Korwan, me acababa de convertir en la mejor jugadora de ajedrez del mundo, y sin embargo habría dado lo que fuera por ser uno más de ellos, dos más de aquellos 25564 ojos que me estaban vitoreando. Incluso habría dado lo que fuera por ser Pooley, porque aunque era un perdedor, por lo menos era un perdedor normal. No era aquel a quien iban destinados los cacahuetes.
La limusina me dejó en casa y se fue de nuevo, una vez los espaldas anchas se aseguraron de que entraba en casa, como si fuera una cría a la que no dejan cruzar la calle sola. Claro que en realidad así era. Si pudieran habrían cerrado con llave. Era demasiado arriesgado que el engendro de feria saliera y llevara una vida normal. Pero ¿qué era normal? Tal vez poder sentir lo que los demás, poder decir que para mí un segundo no es sentir diez mil veces lo que los demás sólo sienten una vez. Tal vez fuera poder cruzar la mirada con un desconocido y no someterlo a un exhaustivo análisis, sino quedarme sólo con algunos detalles y dejar a la imaginación poner el resto. Tal vez fuera descubrir la belleza de una sonrisa fugaz, o poder secarme las lágrimas con un simple gesto. En medio de aquellos pensamientos recordé la canción. Sólo me ponía el primer trozo, puesto que el resto se me hacía monótono y aburrido. Me acerqué al equipo de música y lo encendí. No me hacía falta ir a por el cd, siempre lo dejaba dentro:
I close my eyes, only for a moment, and the moment's gone...
Cierro mis ojos, sólo por un momento, y el momento se ha ido. En el fondo ése era mi sueño. Cerré los ojos, sólo por un momento: pasaron varias horas. Me dispuse a llorar y a vivir una borrachera que me dejaría una reseca que tardaría varios meses en quitarse cuando el teléfono sonó. Alargué la mano y lo cogí. Mi casa estaba diseñada de tal modo que la mayoría de los objetos útiles estaban al alcance de la mano, y si no podía ser así, estaban duplicados por todas partes. A la gente que venía por primera vez a mi casa le resultaba chocante ver que tenía varias cocinas, dormitorios, salones y baños, todos iguales entre sí y con los mismos muebles y adornos, pero pronto se acostumbraban a tal extravagancia.
—¿Sí?
—Soy yo, Takeshi. Quería felicitarte por tu victoria. No fui a verte porque sabía que lo preferías así.
Estaba en lo cierto.
—Gracias, Takeshi, pero no tiene ningún mérito. Cualquiera con mis capacidades lo habría podido hacer.
—No seas tan dura contigo misma. No basta con el potencial, también hay que tener la voluntad.
—Tal vez —respondí sin ninguna convicción tras pasarme horas meditando esa última frase.
—Podríamos cenar fuera para celebrarlo. Ha sido mucho tiempo el que has dedicado a esta partida. Y en tu caso, el esfuerzo se multiplica.
Takeshi era mi único amigo, la única persona que me podía comprender, pues me conocía desde que era pequeña, y me había visto crecer y cargar con mi maldición. Realmente podía confiar en él, y quería hacerlo, pero no entonces. No en aquel momento.
—Lo siento, Takeshi, pero estoy muy cansada, tal vez mañana —respondí moralmente decaída.
—Bueno, otro día será. Descansa y duerme bien —dijo antes de colgar.
Después de colgar me desplomé sobre el sofá de uno de los clónicos salones y estuve varios días maldiciéndome por ser tan fría y cerrada, y concluyendo que era lo mejor que podía hacer, que no podía permitirme el lujo de llevar una vida lógica y cuerda, una vida que se moviera al ritmo del tictac. No obstante, sabía que detrás de todos aquellos sofisticados argumentos se escondía un motivo más simple.
No quería acabar como Gerard Strauffer.
Gerard Strauffer padecía también Divergencia Neuronal. Su caso fue muy anterior al mío, y no se diagnosticó su enfermedad hasta que fue demasiado tarde. Al contrario que yo, estaba integrado en la sociedad, empleado en una editorial y felizmente casado con una empresaria del sector metalúrgico. Un día su mujer se fue durante dos semanas a un viaje de negocios. Al volver encontró a Strauffer muerto en el suelo de la cocina con un tiro en la cabeza. A pesar de sufrir de una versión de Divergencia Neuronal más benevolente, no fue capaz de aguantar una ausencia que, para él, fue interminable. La actitud que tomó me asustaba, pues en muchas ocasiones me sorprendí a mí misma planteándomela seriamente. Tenía sentido lo de pegarse un tiro, era la única manera de ser como los demás. La eternidad es igual de larga para todos. Pero enseguida pensaba en el segundo antes de morir, la bala atravesando mi cerebro antes siquiera de poder oír la detonación, y la idea se me quitaba de la mente. Y enseguida pensaba en Takeshi.
Había sido mi único apoyo desde la muerte de mis padres, hacía mucho que sentía algo especial por él, pero no podía ser. Yo lo sabía, y Gerard Strauffer también lo supo.
Salí de la habitación y al cabo de trece horas llegué al dormitorio. No quise perder día y medio en desvestirme, así que me dejé caer en la cama con la intención de quedarme profundamente dormida, pues al despuntar el alba tenía una reunión con el Consejo de Gobiernos. Pero el sueño tardó en llegar, y tuve ocasión de torturarme unos cuantos meses más.
2
La Sede Central del Consejo de Gobiernos, también llamada La Gran Columna, por motivos evidentes, se encontraba en la zona más edificada de Nergalia, la ya de por sí inmensamente edificada megalópolis en que vivía. De nuevo la limusina se encargó de llevarme, pero esta vez con nuevo chofer y guardaespaldas. Insistí en que se dieran prisa. Quería que el trayecto fuera lo más corto posible, pues odiaba las reuniones y en general todo acontecimiento social que implicase la permanencia en un lugar cerrado donde un grupo de personas se dedicaban a acribillarme a preguntas y a no prestar mucha atención a mis respuestas. De hecho no tenía intención de dar ninguna rueda de prensa ni declaración alguna acerca de mi victoria a Pooley.
Cuando se está en mi situación se aprende a no decir ni escuchar más palabras de las necesarias. Sin embargo, en el caso del Consejo de Gobiernos era conveniente hacer una excepción. Se trataba de un organismo que englobaba a científicos provenientes de las naciones más ricas del mundo, y trataba de poner en consonancia sus intereses comunes, con unos resultados realmente sorprendentes. No convenía negarse a la Cámara. Era una entidad importante y peligrosa.
Me hicieron pasar a través de una inmensa antesala de siete pisos de altura, revestida en su lado izquierdo por un muro de granito formado por 15982 piezas, y en los otros tres, de manera bella pero totalmente asimétrica, como mandaban las tendencias modernas, por muros-cortina de 250, 170 y 210 vidrios de dos tamaños separados por finas láminas de titanio. El suelo se componía de unas dos mil losas de piedra porosa (no giré la cabeza para contarlas todas) y de él salían dos inmensos pilares más gruesos que diez hombres en fila que acababan en un techo desigual y agujereado por el que se dejaban ver las plantas superiores. Me indicaron un ascensor de grotescas dimensiones y entré sin ser acompañada. Era suave y veloz, y parecía ser expreso, de la primera a la última planta, sin paradas intermedias. Ideal para gente como yo. Al cabo de cinco días el ascensor paró y llegó arriba. Crucé un profundo pasillo de alfombra roja con forma de bóveda de iglesia y sin llamar a la puerta entré directamente. Sabía que en la Cámara estaban atentos a detalles de decisión como aquel.
—Pase, por favor, tome asiento —dijeron en cuanto abrí.
El despacho al que accedí era tan profundo y desproporcionado como el pasillo del que provenía, pero gozaba de cristaleras, similares a la de la antesala, compuestas de veinte piezas cada una, a lo largo de paredes y techo. Era un notable intento por trasladar al visitante la idea de que los asuntos allí tratados eran limpios, diáfanos y transparentes. Me senté donde me indicaron, en la parte estrecha de una mesa largísima, siete asientos alejada de quienes me hablaban. Otra hábil treta psicológica, provocar el aislamiento en la víctima. Al fondo se encontraban siete hombres y cuatro mujeres. No me centraré en sus rasgos físicos, sólo hay que buscar sus fotos en los libros y tratados científicos correspondientes. Ante mí se encontraban las mentes más brillantes que pisaban la Tierra en aquel momento: Ataru Sang, paleontólogo; Dar Asermann, astrónomo; Claude Le-Duc, matemático; Erin McFalker, bióloga; Alyssa Tarkovsky, psicohistoriadora ; Inja Danung, programadora; Robin LeVar, física; Patrik Stodyk, químico;
Hellu Zayar, neurocirujano; Javier Alarcón, genetista, y finalmente, en el asiento presidencial, situado en la parte de la mesa opuesta de donde yo estaba, Saito Yamada, el psicólogo más prestigioso del mundo y Portavoz de la Cámara. Odiaba profundamente a toda aquella pandilla de tiranos corporativistas, pero en especial a Yamada, pues estaba segura de que para él no era más que una fascinante rata de laboratorio, la mujer del orgasmo de veinte horas.
—Agradecemos mucho que haya venido aquí, señorita Korwan —dijo el Portavoz—. Sabemos lo valioso que es para usted su tiempo.
Los demás no decían nada, y no parecía que fueran a hacerlo.
—Antes de nada permítame que exprese en nombre de todos nuestra más sincera felicitación por su triunfo ayer —continuó girando la mano izquierda. Le faltaba el dedo índice. Durante cinco horas pensé cómo y por qué lo habría perdido y me estremecí. Sin embargo recuperé a tiempo el aplomo, pues todo aquello, desde su punto de vista, me ocurría demasiado deprisa como para que pudieran apreciarlo.
—Supongo que no he venido aquí sólo para escuchar sus felicitaciones —dije descortésmente.
—Supone bien —inquirió de repente Asermann, el astrónomo. Yamada le hizo un gesto para que se callase.
—Usted es una mujer que posee un gran don, señorita Korwan. Gracias a dicho don, ha llegado a lo más alto de su profesión, el ajedrez.
—Yo lo llamaría maldición —interrumpí.
—Sea como fuere, lo cierto es que ya no le esperan retos en su campo, pero aún hay cosas que puede hacer.
—Y usted va a ser tan amable de sugerírmelas.
—Todos nosotros hemos oído hablar de usted, ya que ha realizado descubrimientos en todos nuestros campos. Ha estudiado todas nuestras carreras y, si no me equivoco, diecisiete más.
—Dieciocho —corregí—. Pero sólo soy licenciada honorífica. Estudiaba por mi cuenta, las clases no iban... se puede decir... a mi ritmo. Y usted me propone que en vez de estar sentada aquí me pase al otro lado de la mesa, en calidad del duodécimo miembro de la Cámara.
El Portavoz sabía que estaba hablando con alguien que podía tomarse todo el tiempo del mundo para reflexionar acerca de cada frase, cada gesto que hiciera, así que empezó a ser más escueto.
—¿Y bien?
Durante tres de sus segundos nadie dijo nada.
—No me interesa —dije al fin.
—¿Cuáles son los motivos? —interpeló.
—¿Se refiere a los verdaderos o a los que quiere escuchar?
—Los verdaderos.
—Pues los verdaderos son que no deseo formar parte de un complejo entramado de diversos intereses políticos y financieros, y menos aún convertirme en un muñeco de la Cámara. Porque no nos engañemos, yo no sería un miembro de la Cámara, sólo un interesante experimento más.
El Portavoz se quedó callado un buen rato. Sabía que con aquella actitud me estaba haciendo perder días enteros.
—Piénselo bien. Es una buena oferta. No nos gustaría que acabara como Gerard Strauffer.
—¿Es eso una amenaza?
No hubo respuesta.
—Buenos días, miembros de la Cámara —dije mientras me disponía a salir de aquel antro.
Cuatro meses después llegué a casa. Salí de la limusina y entré todo lo aceleradamente que pude. Estaba nerviosa, asustada y alterada. Toda la fachada exhibida ante la Cámara se derrumbó, y ya sólo quedaba una niña desvalida, atemorizada. Necesitaba la compañía de alguien, y sabía perfectamente quién era la opción ideal para calmarme. Por mucho que no quisiera reconocérmelo, lo sabía muy bien.
Takeshi sólo tardó cuatro meses y medio en presentarse en casa. Le abrí, ligeramente inquieta, y le ofrecí asiento en el salón más cercano a la puerta principal. Cada vez que se movía imprimía velocidad a sus actos, al igual que al hablar. Era un gesto amable destinado a que mi percepción del tiempo fuera más humana, aunque no era necesario, pues su presencia era la mejor medicina que se me podía recetar. Con él el paso del tiempo era algo más soportable. Había cierta lógica en ello, al fin y al cabo, cuando alguien disfruta de la compañía de la persona que quiere el tiempo se le pasa volando. Pero cuando él no estaba... cuando él no estaba el mundo se paraba.
—¿Qué ocurre, Kayra? —dijo preocupado—. ¿Qué te asusta?
—Acabo de volver de La Gran Columna —respondí con cierta solemnidad. Mis palabras hicieron efecto en Takeshi.
—Entonces has hablado con Los Once.
—Así es. Me han hecho una propuesta perturbadora. Querían que fuese uno más de ellos. He declinado tal oferta. Y entonces me amenazaron.
—¿Te amenazaron? —dijo Takeshi con asombro.
—No explícitamente —aclaré—, es decir, jamás podría acusarles legalmente de nada.
—Pero el hecho objetivo es que te amenazaron. ¿Qué es lo que te dijeron?
—Dijeron que no les gustaría que acabara como Strauffer.
—Tú no vas a acabar así.
—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes? ¡Esos tipos son capaces de todo! —grité fuera de mis casillas. En aquel momento me arrodillé y comencé a llorar. Takeshi se acercó y me abrazó. Un abrazo de nueve horas.
—Cálmate. Olvida a esos tipos.
—Tienes razón. Tengo que calmarme —dije secándome las lágrimas. Mientras me las secaba tuve todo un día para reflexionar acerca de la soledad que era mi vida, y sobre lo cobarde que era no sincerarse con un amigo, con mi mejor amigo. Tenía que contarle la verdad. O quizás no. El caso era que tenía mucho miedo, y más que nunca necesité a alguien a mi lado.
—Takeshi, yo tengo algo que decirte.
Se alejó un poco y no dijo nada. En cuanto hizo eso me arrepentí durante 12 horas de haberlo hecho, pero no rectifiqué. La decisión estaba tomada, ya no me iba a echar atrás. Me costó muchísimo comenzar a pronunciar las palabras, y Takeshi, que conocía bien mi enfermedad, era plenamente consciente de ello.
—Takeshi, yo... yo...
—No lo digas, Kayra. No lo digas.
Me miró a los ojos.
—Lo siento mucho, Kayra, pero no te puedo corresponder. Eres mi mejor amiga, pero no puedo verte de otra manera.
Trató de ocultarme el resto de la verdad, pero por desgracia tuve tiempo de sobra para leerla en el cristal de sus ojos, transparente y nítida. Perdí mi oportunidad. Él estuvo enamorado de mí, pero eso pasó. Quise alejarme, su compañía me hacía sentir vulnerable y débil. No era culpa suya, sino mía. Sólo mía. Me levanté quebrada, necesitaba soledad, la misma soledad de la que había tratado de huir tan desesperadamente.
Creo que ya estoy mejor, Takeshi. Gracias por venir.
Entonces Takeshi cometió un terrible error.
—Yo lo siento de verás, Kayra. Créeme que lo siento. De hecho, hay algo que te tendría que devolver.
Se sacó del bolsillo el caballo de ajedrez de madera y lo puso sobre la mesa. Yo misma se lo regalé hacía mucho, tanto que no lo recordaba.
—No me lo devuelvas. Es un regalo que te hice —dije afligida.
Volvió a cogerlo apresuradamente, pero era demasiado tarde. Para mí tardó horas en hacerlo, horas en las que recordé los interminables ratos que pasé tallándolo para él, para regalárselo, porque le apreciaba, le quería y era mi mejor amigo. Al querer devolvérmelo, lo único que consiguió fue degradar la amistad.
—Debo irme, tengo que ir a trabajar —dijo agobiadamente mientras iba a la salida. Pero aquel era día festivo.
Me quedé sola en casa, tal y como deseaba. Pasé años llorando, torturándome, hasta que tomé una decisión dura y terrible. No le volvería a ver. Sabía que eso se lo haría pasar mal, pero no podía evitarlo. Sin embargo, algo estaba a punto de ocurrir. Algo que eclipsaría por completo tal decisión.
Sucedió de camino a la siguiente partida de ajedrez. Estaba en la limusina, triste y solitaria a pesar de estar flanqueada por corpulentos guardaespaldas. Mi carrera profesional estaba acabada. Había llegado a lo más alto posible, ya sólo me quedaba caer. Ni siquiera gozaba de respeto entre mis rivales. Era Kayra Korwan, la extraña criatura. Sólo Takeshi me comprendía, sólo él sabía lo que significaba para mí un segundo de desdicha. Pero Takeshi ya no estaba. Ya nunca sería lo mismo.
Puse en marcha uno de mis mecanismos de tortura mental favoritos: observar, uno a uno, a todos los peatones, y pensar que todos disfrutaban de algo que me estaba negado. A mitad de camino, cuando llevaba analizados y desmenuzados a todos los peatones, vi una cara familiar. Era alto, moreno y con el rostro hundido, las cejas dobladas en actitud satánica. Vestía un caro traje de Armani, y me estaba mirando fijamente. Se trataba de Ataru Sang, paleontólogo, uno de los miembros de la Cámara. Algo malo pasaba. Seguí analizando a los peatones y en otra ventana vi otra cara familiar, esta vez una mujer esbelta con gafas y sonrisa retorcida: Erin McFalker, bióloga, otra de Los Once. Poco a poco, como si de un pasatiempo se tratara, reconocí a todos los miembros de la Cámara, a todos menos al Portavoz. Y entonces comprendí lo que pretendían.
—¡Salgan! —grité mientras me hacía sitio para moverme hacia la puerta—. ¡Hay una bomba!
El coche avanzaba a ochenta kilómetros por hora, velocidad realmente inadecuada en poblado, y por una vez, mientras caía a la calzada rodando aparatosamente, lamenté mi constante prisa. Ni los guardaespaldas ni el chofer me siguieron. Aquello supuso su muerte.
Es algo espectacular presenciar una explosión cuando se padece de Divergencia Neuronal. En otras circunstancias me habría maravillado con ese fenómeno, pero habían matado a tres hombres sólo para cogerme, y eso suprimió toda curiosidad científica. Sabían que saldría a tiempo del coche, contaban con que mi enfermedad me salvaría la vida, aunque en realidad me la había quitado desde el momento en que esbocé mi primer pensamiento.
Tenía que moverme, salir de allí enseguida, pero fui incapaz. Estaba muy magullada a causa de la caída, y la onda expansiva me había producido quemaduras de gran consideración en brazos y espalda. El humo me envolvió, quitándome aire de los pulmones. Caí inconsciente, y hubiera muerto allí asfixiada si no me hubieran cogido. Sin embargo, quienes me habían cogido también pretendían matarme, sólo que más lentamente.
3
Cuando desperté, me sentía feliz en cierto modo, pues no solía pasarme a menudo que perdiera la noción del tiempo. Mis heridas estaban curadas, y me sentía fortalecida. Estaba tumbada sobre una cama muy amplia, cómoda y confortable. Me levanté y dediqué una amplia fracción de segundo, es decir, casi una hora, a tratar de reconocer dónde estaba. Era una habitación muy amplia, de paredes blancas y suelo de madera, cincuenta y cinco tablones a simple vista, con cuatro ventanales que daban al exterior y tres salidas. Cada salida llevaba a otras habitaciones similares, pero con distinta distribución de muebles, unas más orientadas a cocina, otras a salón, otras a dormitorios, otras a baño, pero similares en el fondo. De alguna manera se asemejaba a la estructura de habitaciones-clon de mi casa, pero con ligeros matices, tal vez para romper la monotonía. Las dimensiones de aquel lugar eran inmensas, inicialmente traté de explorar todas las habitaciones, pero pronto desistí, dada mi condición. Me di cuenta, sin embargo, de que todas (o por lo menos todas las que había visitado) llevaban a una sala central de diez pisos de altura y unos quinientos metros cuadrados llena de libros. Concretamente 2351256 libros. Empezaba a comprender. Me habían secuestrado y plantado en medio de Dios sabía dónde para que investigara. Contaban con la insoportable carga de mi enfermedad, y que acabaría cayendo, ocupando mi cabeza. Y así habría sido, en efecto, de no ser porque a veces puede más el odio que la desesperación.
Encontré una salida al exterior de aquella compleja construcción. Estaba en lo alto de una colina que me dejaba contemplar el horizonte hasta más allá de donde llegaba con la vista. Estaba rodeada de campos de cultivo y pequeñas tierras de barbecho, y más al fondo, un frondoso bosque. En una de las habitaciones recordé ver unos prismáticos 20 × 50. Fui a por ellos en un momento, sólo doce horas, y enfoqué al bosque. Como pensaba, había una gran verja, y soldados vigilando. Estaba en semilibertad. Volví dentro y dejé los prismáticos donde los encontré, cayendo en la cuenta de que esa habitación era un observatorio, con un telescopio de gran abertura focal. Toda la instrumentación estaba orientada a observaciones diurnas. No tardé en darme cuenta de que estaba en latitudes donde no se ponía el Sol. Tal vez para mitigar mi paso del tiempo, razoné. Los árboles, asimismo, eran especies milenarias, desde olivos hasta cipreses, todo destinado a encerrarme en una burbuja. No había relojes, ni calendarios de ningún tipo, pero me aproveché de mi experiencia para llevar la cuenta de los días... o debería decir años.
Yo misma me proveía de vez en cuando de comida, bajando a las tierras de cultivo o incluso al bosque a por ella. En realidad todas mis necesidades básicas estaban bien cubiertas, así como el material que podía necesitar para los potenciales estudios, sea cual fuere la materia. Eso sí, los muy hijos de puta no me dejaron un solo tablero de ajedrez, ni un libro hablando del tema, así que me construí uno, tardando más o menos cuatro siglos hasta completar la última pieza.
Nunca toqué uno solo de los libros que allí había, a pesar de pasar allí eternidades enteras. Estaba demasiado deprimida para hacerlo. Todo lo que hacía era analizar el tablero, plantearme jugadas astutas de un oponente ficticio y tratar de solventarlas. Casi no dormía. No es que no tuviera sueño. Es sólo que no resultan agradables las pesadillas, y menos cuando duran varias décadas.
Una gran escritora dijo una vez que el tiempo no cura, sólo nos enseña a vivir con el dolor. Reconozco que llegué a pensar que ni siquiera lo segundo era cierto. Muchas veces recordé a Strauffer, y pensé que finalmente acabaría como él. Pero, no sé cómo, me sobrepuse frente a todos mis demonios.
Un día, sorprendentemente, llamaron a la puerta. Había olvidado por completo la sencillez de un acto tan cotidiano, y abrí esperando un acontecimiento fascinante y asombroso. Yamada entró tranquilamente, como si lo hiciera todos los días. Por un momento aquella pareció una casa más, y yo la anfitriona que invitaba a pasar a un viejo amigo que venía a tomar té con pastas y a discutir sobre política y cine. Pero Saito Yamada no era un buen amigo. No era más que un asesino y secuestrador aderezado con un toque de intelectualidad. Sin embargo en aquel instante parecía menos frío, parecía incluso frágil. No era algo que se apreciara a simple vista. Al fin y al cabo yo disponía de la ventaja de profundizar en los pequeños detalles.
—Veo que nos está haciendo frente —dijo de repente sin sentarse en ninguna parte, como si tuviera prisa.
— No sé a lo que se refiere —respondí.
—Sabe por lo que está aquí. Sabe lo que esperábamos de usted. Hemos sido benevolentes. Ha tenido la libertad de hacer lo que quisiera, sin que le pusiéramos trabas.
Recordé la ausencia de tableros de ajedrez y le miré fijamente más tiempo del que él pudo apreciar. Enseguida me di cuenta de que se creía sus propias palabras mientras las iba elaborando. No dije nada.
—Este lugar —continuó el Portavoz— ha sido creado para que se sintiera lo más cómoda posible. Su vida no ha cambiado drásticamente. Siempre ha sido como es ahora, solitaria y silenciosa, antisocial y aislada. ¿Qué es lo que le falta?
No dije nada durante un día y finalmente me eché a reír.
—Lo que más me sorprende —dije con seguridad— es que usted es el psicólogo con más renombre del panorama actual, y sin embargo no tiene ni puta idea acerca de cómo evaluar los sentimientos ajenos.
No respondió ni replicó. Sólo esperaba a que continuara.
—¿Alguna vez ha sentido la ausencia de un ser querido? Supongo que sí, ¿No es así?
—Todo el mundo la ha sentido alguna vez. Sólo que usted se escuda en ella.
—No haga que me ría de nuevo, Yamada —dije encolerizada—. Sus palabras me suenan distantes como el eco, y no pasan más de dos segundos hasta que las he desechado de mi cabeza. Según mis cálculos, llevo aquí un año, tres meses y trece días.
—Exactamente.
Clavé la mirada fríamente en mi interlocutor.
—Eso significa que llevo secuestrada y alejada de la persona a la que más he amado en mi vida algo más de 12180 años. Por mucho que usted sea el mejor psicólogo que existe, incluso aunque fuera el mejor psicólogo que haya existido, y existiera jamás sobre la faz de la Tierra, para mí no es más que un ser insignificante, un insecto que trata de abarcar la magnitud de algo que le supera con creces, y que jamás podrá siquiera acercarse a comprender.
Me miró con una mezcla de horror e incertidumbre. Sin duda trataba de convencerse de que estaba equivocada, pero fue incapaz de ello.
—Está haciendo todo esto porque quiere que la matemos.
—Ustedes no pueden matarme —dije con desprecio.
—¿Por qué no?
—Porque ya lo han hecho.
Se dirigió a la entrada y cerró tras de sí. Aquella sería la última vez que vería esa mano de 4 dedos.
Transcurrieron varios siglos y todo volvió a la normalidad. Nadie me hizo nada, ni trataron de matarme. Les podía su fervor científico. Para ellos era un ser demasiado fascinante, y siempre cabría la esperanza de que recapacitara y me volcara en la investigación.
Un buen día, oteando el bosque con los prismáticos, ya no vi guardias. Asimismo, la verja estaba abierta. Parecía que su paciencia se había agotado, y que mi cautiverio había terminado. No obstante me quedé allí. No sabía dónde estaba, y aquel lugar era tan bueno como cualquier otro. Al fin y al cabo, como le dije a Yamada, ya estaba muerta. Pero algo más cambió.
Una mañana clara desperté después de dormir ochenta meses, y desperezándome me dirigí al tablero, que estaba a medias de una partida de ajedrez cilíndrico . Nada más verlo una pieza me descolocó. Había un caballo de más, en las casillas centrales. Estaba mucho más acabado que las otras piezas. El corazón me empezó a dar tumbos. Reconocí un ligerísimo contraste de brillo en la base. Era esa pieza.
—Hola, Kayra —dijo suavemente mientras entraba desde otra habitación.
—¿Cómo... cómo me has encontrado? —dije mucho más asustada que cuando me amenazaron de muerte.
—Ahora eres libre. Se te dio por muerta, hasta que, según versión oficial de la Cámara, dijeron que se te salvó de un atentado terrorista y te pusieron bajo custodia.
—Bueno, a su manera, es cierto.
—Me gustaría decirte que tu muerte fue una revolución, que el mundo se movió para esclarecer la verdad, pero no fue así.
—Tú lo intentaste. Con eso me basta.
—Nunca pensé que te volvería a ver.
—Yo tampoco, Takeshi.
—Pensé que habías muerto. Te eché mucho de menos. Muchísimo. Escucha, Kayra...
Aquellas palabras no me hicieron albergar dudas.
—No digas nada, Takeshi. No lo digas.
Me miró afligido.
—Sólo bésame —concluí.
Se acercó a mí lentamente y me besó. En aquel momento fui inmensamente feliz.
Cerré mis ojos, sólo por un instante, y el instante se fue.