17 de junio
Estamos sentados en la terraza de una cafetería, tomando chocolate a la taza con un buen plato de churros. Pero churros de los de verdad, de los que tienen masa, no como los que me ponen en Madrid que al final ni son churros, ni son nada. La abuela parece contenta después de haber recuperado su cajita de los recuerdos y, la verdad, es que yo estoy mejor. No estoy genial, no diría que es el mejor día de mi vida, pero me encuentro... bien. Estoy casi como los días que me he estado engañando a mí mismo, pero sin la necesidad de tener que engañarme. Lo considero un upgrade.
La abuela paga la cuenta y regresamos al coche, el cual estaba aparcado en la misma esquina de la última vez, junto al mercado. La compra del día ya está hecha y guardada en el maletero, solo queda subirla a casa y otro día completado con éxito.
—¿Dónde te crees que vas? —me pregunta la abuela, atónita, dejándome con la puerta del coche a medio abrir.
—Iba a... —dudo un instante, apuntando con el dedo hacia el interior del coche para señalar lo evidente—, montarme en el coche —sueno temeroso—, ¿no?
—De eso nada —zanja.
Abre la puerta trasera del todoterreno, saca una mochila negra que reconozco al instante y me la tiende. Es una trampa.
—Tú y yo teníamos un trato.
—Pero... —intento quejarme.
—No hay peros que valgan.
Lo dice agitando mi mochila en el aire, sobre el capó, y siento cómo el corazón me da un vuelco de pensar en que la cámara se pueda caer.
—Dijiste "te prometo que el mismo lunes me doy una vuelta por ahí —agrava mucho la voz, en un pueril intento por imitarme mientras gesticula exageradamente, sin sentido—. Cogeré la cámara y me iré a hacer unas fotos. Puede ser divertido".
—Joder, qué memoria —me quejo—. Y luego pierdes las llaves del coche.
—Es selectiva —apunta, resabiada.
—Ya veo, ya.
—Coge la cámara y largo —me apremia entre sacudidas.
—Está bien, tú ganas —me rindo y levanto las manos en son de paz—. Pero deja de hacer eso con la cámara, por favor —el ruego suena casi como un lamento, pero es que estoy sufriendo con cada zarandeo.
La abuela sonríe satisfecha, rodea la parte delantera del coche y me tiende la mochila. No dice nada más, ha ganado, por lo que vuelve hasta el asiento delantero, me agita la mano para despedirse, orgullosa, y arranca el coche; dejándome abandonado a mi suerte en una aventura que no me apetece nada vivir.
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Cuando aprendí a quererte
Ficção AdolescenteJunio de 2019, Rodrigo acaba de terminar el último curso de universidad y, tras meses contando los días para el que iba a ser el mejor verano de su vida, todo se tuerce. Su novio, después de cuatro años juntos, ha roto con él y Rodrigo necesita hui...