CAPITULO 9

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Ricardo tomó asiento en la esquina de una amplia y extensa mesa, bajo la sombra reconfortante de las palmeras. Se encontraba en un claro embutido en medio de la pequeña isla a la que había ido a parar «accidentalmente».

A su alrededor, la fauna verde de las palmeras le brindaba una refrescante contención bajo sus sombras. No muy alejado —veinte a treinta pasos, cuando mucho— ya tenía una playa de una arena, que, como si fuese una suave y blanquecina sábana esparcida a 360° a su alrededor, lo invitaba a él y a todos los demás turistas, a caminar y correr sobre ella; o bien tomar un merecido descanso y relajarse en su reconfortante y caribeña comodidad.

Ricardo, por el momento, optó por permanecer en el claro. Eligió la mesa más alejada de todas y que, por suerte, para él, no tuviese más personas a su alrededor.

Recostó sus dos codos sobre los tablones y echó un suspiro. También se sacudió los pies. Tenía bastante arena metida en los zapatos, pero por fortuna, su ropa ya había empezado a secarse bastante más rápido de lo que acostumbraba, seguramente debido a las altas temperaturas.

Ahora mismo, él se encontraba en un debate interno, como los de siempre, y aunque su mente buscaba respuestas a lo que sea que le estuviese pasando. En este momento solo tenía una sola cosa de la que preocuparse: su estómago.

Al parecer estos... «Viajes repentinos», si es que así se le podía llamar, le abrían considerablemente el apetito. Tuvo la inmensa suerte de encontrarse con un buen hombre en la playa que le ofreció ayuda y comida sin pedir nada a cambio. Y eso era mucho, siendo que lo había encontrado completamente desorientado —y aparentemente— echo un desastre: con la ropa rota a jirones, completo y totalmente sucio de pies a cabeza, y sin un solo objeto personal... como dinero, para poder pagar algo.

Ricardo se encontraba varado y solo. Aunque para ser honesto. De todos los sitios posibles para quedarse perdido en medio de la nada, sin poder comunicarse con nadie más de su círculo social, su esposa, su hijo, o cualquiera de sus amigos, haberlo hecho en un punto del caribe... no estaba tan mal.

A su alrededor el ambiente era sumamente acogedor. Según Mathias —el hombre que lo encontró en la playa—, se encontraba en una isla turística muy popular del caribe: Jhonny Cay, perteneciente a San Andrés. Ambas, unos pedazos de obras de arte de la naturaleza, que cualquier persona pagaría lo que fuese por llegar a visitarlas al menos una vez en la vida.

Y para Ricardo, este lugar tenía otro significado que...

—Aquí tiene, Ricardo —le dijo Mathias, irrumpiéndolo de sus pensamientos.

El hombre llegó con una bandeja de madera que contenía nada más y nada menos que un enorme pescado recientemente cocinado.

Lo depositó frente a él. Su aroma y el humo blanquecino que desprendía gracias al haber estado expuesto varios minutos al calor de las brasas, lo hacía un completo manjar en estos momentos para Ricardo.

Sus glándulas salivales no demoraron ni segundos en activarse de forma automática y su estómago le suplicó probar un pedacito de esa delicia marina.

Ricardo observó a Mathias preocupado.

—Lo siento... no tengo como pagarlo.

—No se preocupe, hombre. Corre por mi cuenta. —Mathias sonrió y apoyó el peso de su cuerpo sobre su brazo, y este sobre la mesa—. Veo turistas que vienen aquí todos los días. Conozco de rostros. Conozco de gente. Puedo darme el lujo de reconocer a una buena persona cuando la veo. También de reconocer cuando alguien necesita una mano. Coma sin prisa. Ahora mismo le traigo un trago especial.

—Muchas gracias. No sé cómo retribuírselo.

—De momento, comiendo todo —Mathias sonrió una vez más y sus dientes, blancos como perlas, encandilaron a Ricardo—. Ah, antes de que me olvide. Supongo que necesita llamar a alguien... ¿No es así?

DESTELLO DE ALMAS : UN ALMA LIBRE     LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora