—Yo...—tragó saliva asustada—. Apenas pude escaparme de ellos, Leo.
Las manos cálidas del pintor tocaban su cabellera roja con mucho cariño, la calmaban de la intempestiva situación que estaban viviendo bajo el frío clima de Crímea.
Las cosas se estaban poniendo difíciles en la guerra. Mujeres y niños separados de ellas, Alexandra apenas había escapado con vida de los tártaros secuestradores de niñas como ella.
—Nos iremos de aquí Alex, te lo prometo.
...
La muchacha de cabellos rojos se aferraba al pequeño anillo que tenía en sus manos. Sus ojos llenos de lágrimas acumuladas, pedían auxilio silenciosamente en ese lugar. Cuándo sintió que no pudo más, se derrumbó y gritó de dolor por la muerte injusta de su prometido, se tocó con desesperación sus cabellos y entró en estado de pánico al no sentirlo junto a ella.
Sobó con fuerza sus mejillas llenas de lágrimas secas y rogó a su Dios por piedad, porque todo sea un mal sueño, pero no fue así.
Leo ya no estaba, ya no la cuidaría, ya no estaría junto a ella.
Se acuclilló en la fría pared del harem otomano y agachó su cabeza con mucho dolor en su corazón, en señal de rendición. Había despertado a las doncellas y éstas habían reclamado. La directora Daye la castigó cruelmente sin derecho a defenderse.
No tenía fuerzas, ya no. Los castigos en su piel no se sentían tan dolorosos cómo las voces enemigas de su mente que la culpaban de la muerte de Leo.
—Calla muchacha, olvida tu pasado, ahora eres propiedad del sultán.
La voz de la mujer se escuchaba tan lejana y simplemente la ignoró.
Con sus manos se limpió en vano las lágrimas de su rostro. Frustrada, más gotas espesas caían de sus ojos y sin éxito de limpiarlas, dejó a su mente terminar de llorar por su amado.
Las velas del harem fueron apagadas y ella ignorada. Se quedó dormida bajo el frío piso del lugar y soñó con la voz de Leo y su familia.
— Volveré por tí, pequeña Alex.
Despertó sobresaltada y sudada. Una mujer sentada a su lado, tocó su frente y con gesto de desaprobación, se levantó y le dió de beber un refresco curativo.
— Alexandra, ¿Qué haces aquí?
Su mente no le permitía responder, sus ojos azules estaban perdidos en otro lugar.
En otro recuerdo, sin brillo, ni vida.
Leo había sido acuchillado delante de ella, la había salvado entregándose antes que la pelirroja. Herido, le ordenó que corriera de ese lugar lo más antes posible pero fue en vano, la habían capturado.
Escuchó el grito desgarrador de Leo llamarla por última vez, antes de ser acuchillado nuevamente.
— Alexandra.
La mujer la hizo reaccionar de ese condenado recuerdo.
— Muchacha, necesitas ir a la doctora.— la examinó de pies a cabeza— Luces pálida.
—No es necesario señorita, gracias.
—Llámame Firial.— la levantó del piso—Soy encargada de las criadas.
Ella asintió con miedo.
—¿Me castigará como la otra señorita?
Firial suspiró cansada, entendía el sentimiento de cada una de las muchachas que llegaban a ese lugar. Ella también había llegado de esa forma.