Preguntas incómodas

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Preguntas incómodas



Harry se relamió los labios resecos, su rostro era la plena imagen del placer al sentir el cuerpo de Severus Snape sobre el suyo, aprisionándolo con suavidad mientras le inundaba sus entrañas con su cálida dureza y besaba ardiente la piel de su cuello.


Era feliz, desde hacía casi un año sentía que nada podía ser más perfecto. Ahora tenía veinticinco años, y aunque había vivido una etapa desesperante después de la muerte de Ginny en el parto de su primer y único hijo, la vida le compensó con un nuevo amor, uno quizá más fuerte, tan inesperado como avasallador. 


No fue fácil para él decidirse a darse otra oportunidad, pero no se arrepentía en lo más mínimo. La llegada, o mejor dicho, el regreso de Severus Snape a su vida le hizo renacer con más ímpetu, con más deseos de disfrutar cada respiro, cada amanecer... cada beso.


El Profesor llegó y llenó su vida y corazón dolido, lo curó y le enseñó una nueva forma de latir. Ahora no podía imaginarse sin él a su lado.


Su hijo, el pequeño James, ahora de 5 años de edad, se había acostumbrado a la presencia del hombre alto y serio que consiguió recuperar la sonrisa de su padre. Lo amaba por eso, se amaban el uno al otro. Y eso incentivaba la felicidad de Harry quien esperaba que un día Snape ya no quisiera irse más de su lado. En varias ocasiones estuvo a punto de proponerle que se quedara a vivir con él y con el pequeño James, pero no se atrevió. El Profesor seguía viviendo en el castillo, fiel a sus pociones como Duende de Gringotts a sus llaves.


Estaba tan concentrado disfrutando de tanta variedad de sensaciones que apenas sí podía respirar. Mordió el hombro desnudo de su amante con ansiedad, necesitaba una forma de desahogarse, estaba próximo al clímax, muy pronto explotaría como volcán. Sus ojos se abrieron buscando la mirada de Snape y...


— ¡Nooooo! —gritó al mismo tiempo que apartaba a Severus de su cuerpo hacia el extremo opuesto de la cama—. ¡No lo hagas!


Como pudo, Harry se cubrió con la manta y logró detener a tiempo el dedo de su hijo que llevaba una generosa cantidad de una sustancia viscosa a su boca. No sabía cómo ni cuándo es que el niño había logrado entrar hasta su habitación y curiosear en el cajón donde ocultaba sus aditamentos para el sexo.


— ¡Eso no se come! —exclamó Harry limpiando apurado el dedo de su hijo quien le miraba confundido.

— Huele a fresa, las fresas se comen.

— Pero esto no. —aclaró titubeante—. Además, no es nuestro, Severus lo dejó olvidado un día y no deberías tomar nada sin permiso. —continuó mientras volvía a resguardar el cajón con los frascos de lubricante, vaselina, preservativos de sabores y demás objetos que usaban ocasionalmente.

— ¿Severus se lo come?

— No hagas más preguntas, mejor responde las mías y dime por qué no estás dormido.

— Hay tormenta afuera y me da miedo, quiero dormir en tu cama.

— Amor, ya te dije que...

— Déjalo dormir aquí. —intervino Severus.


Harry volteó a mirarlo, el Profesor había logrado colocarse ya su pijama y aunque no parecía frustrado por la interrupción, Harry lo conocía demasiado bien para saber que no lo diría ni aunque así fuera. Ese era otro motivo para amarlo más. Snape no esperó respuesta de Harry e inclinándose hacia el lado de la cama donde estaba el niño lo sujetó en brazos acomodándolo justo entre ellos.


— ¿Estás seguro? —cuestionó Harry, aunque ya era demasiado tarde, James se había recostado abrazado de Snape y casi al mismo tiempo se quedaba dormido.

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