Prólogo: Veintiséis de diciembre, domingo.

6 1 0
                                    

¿Cuál es la diferencia entre el amor y la pasión? Me pregunté en alguna ocasión en la que me enfrentaba a alguno de ellos sin saber distinguirlo, sin saber cuál era el que me motivaba a acercarme a otra piel, acercarme con la intención de fundirme en ella, deslizar mis dedos por sus curvas vivas y en movimiento constante. Me lo pregunté y lo recordé también, recordé que lo supe quince años atrás, que lo supe y lo sabré siempre gracias a él. Recordé que lo supe aquel verano que aparecía frente a mí como el recuerdo de una película antigua que no sabías que recordabas tan vívidamente, hasta que la estás mirando de nuevo; cómo las páginas de un libro escritas por un adolescente, palabras que me costaba reconocer como propias, pero con cada una de ellas sentía debajo de mí piel a aquel muchacho de dieciséis años que estaba descubriéndose a sí mismo y buscando un refugio, buscándose a sí mismo y encontrando su refugio.

Aquellos últimos días del verano del ochenta y nueve conocí la diferencia y la similitud entre lo que es el amor y lo que es la pasión, y como nos plantamos frente a cada uno, o frente a ambos cuando nos atacan los dos disfrazados de una misma persona. Una que se llamaba Leo y que no dejaba nunca de sonreír.

¿Cuál es entonces, esa diferencia? Me volví a preguntar y luego me respondí:

Al amor lo tomamos cómo a un botón de manzano, delicadamente, para no dañarlo. Lo protegemos del frío, de la lluvia, lo cobijamos, lo envolvemos con todo lo bueno que podemos dar y esperamos; esperamos atentos, pacientes a que florezca y así descubrir de qué color se pintará; esperamos a que crezca fuerte y que madure, y aún después, lo seguimos cuidando para evitar que marchite, no permitimos que muera, pues el amor ya no es sólo el fruto, si no el árbol en sí, es la raíz sujeta con fuerza a la tierra y son las hojas bailando por el cielo, y es hasta la sombra donde bajamos la guardia y nos tumbamos a descansar. Eso es el amor.

Pero antes, siempre es antes; chocamos de frente y con todo el cuerpo contra la pasión, contra esa maldita, nos enredamos en ella, ¡no! Ella se enreda en nosotros, pues ella es la que manda, parpadeamos y la enredadera ya nos ató de pies y manos, nos cubrió la cara y nos impide ver más allá de sus hojas, nos confundimos, nos engañamos y nos desorientamos en la que ya es una jungla y salir de ella ahora es imposible. ¡Maldita!

Si al amor lo cuidamos, lo alimentamos, nos refugiamos en él, a la pasión la tomamos como una manzana madura cuando estamos hambrientos, la utilizamos o nos utiliza para cumplir el deseo presente y efímero del momento. La arrancamos violentamente del árbol, la devoramos, la mordemos hasta que no queda nada más, hasta que la hemos terminado por completo, hasta que saciamos ese apetito primitivo, salvaje, feroz y doloroso.

Ahora sé diferenciar entre el amor y la pasión, sé también que conocer esa diferencia tampoco sirve de nada pues aunque sepamos lo que son, aunque sepamos diferenciarlos, nunca aprenderemos cómo enfrentarlos.

Este es un relato sobre el amor: uno que creció entre la hierba, entre las hojas de los árboles de manzana y entre las hojas blancas de mis cuadernos; y lo es también sobre la pasión: una que se ocultaba ahí mismo, en los dibujos, en los poemas y en las miles de veces que escribí su nombre junto al mío.

Entre las filas interminables de árboles repletos de la que fue llamada la fruta prohibida, tan prohibida como el deseo que descubrí durante los veinticuatro días en los que con cada árbol que quedaba desnudo, sin pecado sujeto a sus ramas, lo mismo me ocurría a mí, me desnudaba un poco más, y con desnudarme no sólo me refiero a despojarme de la ropa.

No sé si fue la misma tarde que lo vi saltar desde el borde del tráiler que remolcaba la caja donde se llevaría la cosecha de aquel año, pero supongo que ahí comenzó todo, al menos para mí, sólo para mí.

Entre esas cajas de madera apiladas una encima de la otra, las manzanas verdes y rojas no fueron lo único que se llevó, se llevó toda la vida que había conocido hasta ese momento, se llevó la casa a la sombra de los sauces, se llevó el camino de tierra, el olor a hierba, el rocío, la lluvia, se llevó el río y las tardes, se llevó el último verano, el último que pasaría ahí, el último antes de comer de la fruta prohibida y de ser expulsado del paraíso, el que ya había decidido abandonar por mi propio pie, después serían sólo vestigios desdibujados en cada cosa y en cada lugar. Pero no se llevó todo, me dejó a mí, a uno nuevo, a uno que conocí gracias a él, a uno que le tenía miedo pero al que era inevitable que conociera en algún momento y me dejó también el primer otoño, el primero en el que sabría cuánto se puede amar y odiar una sonrisa

El Último VeranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora