20 de junio
El chiflido de un coche me trae de vuelta al mundo real, a ese en el que la abuela y yo estamos apostados en una lúgubre bocacalle del paseo principal haciendo la cola del cine para conseguir entradas de última hora. Quedan menos de quince minutos para que empiece la película y tenemos por delante al menos a trece personas; además, veníamos con la idea de comprarnos la cena en el bar que hay dentro y, a este paso, vamos a cenar aire junto a la orilla del mar.
—No me esperaba yo a tanta gente —reflexiona la abuela en voz alta.
—La verdad es que yo tampoco, pero ya lo sabemos para otro día —y me encojo de hombros, resignándome a que no vamos a conseguir entrar.
—Bueno, espérate —me da un golpecito en el brazo y señala hacia la taquilla sin pudor alguno—, que algo pasa.
Sigo con la mirada hacia donde apunta su dedo y me encuentro con una pareja que se está saliendo de la cola, y entonces otro grupo hace lo propio después de preguntar, y otro más; y ya solo tenemos una pareja delante.
—No quedan entradas para Tolkien.
Escuchamos decir a la chica de la taquilla y nos miramos.
—Pues vamos a la otra, ¿no? —me dice la abuela.
—Sí, si la cosa es venir al cine y comer palomitas.
La pareja de delante parece haber pensado lo mismo que nosotros, porque ha comprado entradas para la película que queda, porque sí, en el cine de verano de La Herradura ya solo hay dos salas; pero tampoco necesitamos mucho más.
—Dos entradas para Men In Black: International, por favor —pide la abuela cuando nos toca.
La sala no es demasiado grande, la pared es de ladrillo, y está recubierta de plantas y arbolitos que le dan un toque muy natural e íntimo. Las sillas son de plástico blanco y están unidas las unas a las otras mediante un enorme hierro en la parte inferior, y cuentan con una mesita de un verde muy desagradable para cada dos sillas. La pantalla está subida sobre un resalto que, para que no destaque demasiado, tiene césped artificial por encima. Sobre nosotros está la inmensidad de la noche, con la luna en fase menguante y alguna que otra estrella brillando con timidez.
—Se me había olvidado lo mucho que me gusta esto —digo.
—Es que no hay nada como lo de siempre, ¿verdad?
Y los ojos de la abuela centellean porque le encanta que me gusten las mismas cosas que a ella. Yo tan solo sonrío en silencio (por miedo a terminar llorando) y, después de asegurarme de lo que queremos para cenar, me dirijo a comprar al bar.
Hemos entrado de los últimos, así que no hay mucha gente en la cola.
—¿Qué te pongo? —me sorprende el chico de la barra.
Intento recomponerme lo más rápido posible del susto.
—Dos bocadillos de tortilla de patata, unas palomitas grandes y... ¡dos Nesteas! —sueno más exaltado de lo que pretendía—. Sin hielo. Por favor —añado en un tono más pausado.
Lo apunta todo en un papel a una velocidad que no concibo.
—¡Marchando! —exclama, y me guiña un ojo.
Me recojo un poco en el sitio, sin saber qué hacer, porque no sé si me ha guiñado el ojo por pura simpatía o porque le he llamado la atención; a decir verdad, me da rabia no saber leer este tipo de gestos. Pero eso ahora da igual, porque mientras yo estoy a punto de naufragar en una vorágine de pensamientos sin fundamento, la brisa trae consigo un cántico inesperado que consigue que el corazón se me acelere, salvándome así de mi propia mente.
ESTÁS LEYENDO
Cuando aprendí a quererte
Teen FictionJunio de 2019, Rodrigo acaba de terminar el último curso de universidad y, tras meses contando los días para el que iba a ser el mejor verano de su vida, todo se tuerce. Su novio, después de cuatro años juntos, ha roto con él y Rodrigo necesita hui...