Amor en bancarrota

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Nivel de ansiedad: alto

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Nivel de ansiedad: alto. Muy alto. 

Si hace unos meses me hubieran dicho que estaría en este problema quizás me habría reído con una carcajada muy fuerte mientras le daba de comer al gato. Pero aquí estaba, en medio del problema, en un ruidoso bar sin dejar de ver la hora en mi reloj o la puerta de entrada.

En realidad, si tuviera que remontarme al inicio de todo este problema la respuesta sería que debí haber escuchado a mis padres, porque si lo hubiera hecho no estaría donde me encontraba hoy. Ahora tendría un trabajo de oficina de diez horas por día o más que consumiría toda mi vida social. Si hubiera escuchado a mis padres ahora sería como ellos: un robot sin alma dedicado al trabajo.

Quizás no tendría deudas, pero no estaba dispuesta abandonar mis sueños.

La mirada furiosa de mi padre cuando anuncie que rompería con la tradición familiar de los Hamilton me perseguiría de por vida. Seguro pensarán que exagero y me gustaría que sea verdad, pero no. Cuando anuncié que me mudaría a Nueva York y trabajaría en una revista de moda mediocre tuve que asumir que jamás tendría su aprobación de nuevo.

Seguro se preguntarán ¿por qué?, si podía vivir a costa de mis padres con todas las comodidades y caprichos que quisiera, ¿por qué entonces elegí ser columnista en una revista de moda que casi nadie leía? Sencillo: quería ser una mujer aventurera e independiente.

«Y en bancarrota»

Si hubiera escuchado las palabras de mis padres no estaría en el lío en el que me encontraba, no habría aceptado ir a una cita a ciegas a cambio de que mi mejor amiga pagara todas mis deudas y ahora quizás estaría en Cancún o algún lugar paradisíaco utilizando la tarjeta de mi padre para hospedarme en un hotel cinco estrellas.

Quizás debí haberlos escuchado, pero ¿prefería seguir sus pasos? ¿era mejor la alternativa de ser como ellos a seguir mis sueños? No, para nada. Aunque al estar plagada de deudas me costaba un poco verlo de esa forma.

Miré una vez más la hora en móvil y suspiré irritada, no era puntual. Pero hoy decidí serlo, por eso vine veinte minutos antes de la hora acordada al bar donde mi mejor amiga había organizado esto. 

Por una fracción de segundos pensé en abandonar el lugar y fingir que quizás mi cita nunca se presentó. No era algo difícil, pero mentirle a mi mejor amiga no se sentía bien, mucho menos cuando hacía todo esto por mí.

Me apresuré a apartar esas ideas de mi cabeza mientras me repetía que podía con esto, porque la alternativa era asumir mi derrota y regresar con mis padres. Pero moriría antes de aceptar que ellos tenían la razón.

Bueno, quizás no moriría. Pero estaba a dispuesta a cualquier cosa.

Incluso a aceptar una cita a ciegas.

Clavé mis ojos en la puerta de entrada esperando la llegada del hombre misterioso, todas mis citas eran un desastre y aprendí que no podía confiar en una aplicación. Por ello, mi mejor amiga me aseguró que encontraría al hombre perfecto, me concentré en eso.

Pero el sentimiento que estaba invadiéndome se desvaneció cuando un rubio de metro ochenta cruzó la puerta del bar y se quedó observándome con una sonrisa traviesa. 

Tyler Jones, el hombre que había amado y odiado en partes iguales, se acercó con paso lento pero seguro hasta la mesa donde me encontraba. Le sostuve la mirada de esos ojos azul aciano mientras formaba una línea con mis labios conteniendo la lluvia de insultos que amenazaba con salir desbordada.

—Tiene que ser una maldita broma —murmuré.

—Es bueno verte, Tiffany.

Habían pasado seis años desde la última vez que lo vi, cuando meses antes de la graduación explotó todo en mi cara, literalmente. Mi yo de dieciocho años estaría encantada de darle una patada en su entrepierna, pero yo estaba anclada a la silla sin poder moverme, cuando lo que más deseaba era salir corriendo de allí.

Tyler aprovechó mi estupor para tomar asiento frente a mi sin dejar de observarme, se veía igual de guapo, aunque claramente estaba mayor.

—¿Qué estás haciendo aquí? —traté de que mi voz sonara tranquila pero no podía evitar que verlo me provocaba sorpresa, enojo también. Mucho enojo.

—Creo que la llaman cita a ciegas —la comisura de sus labios se elevó en una pequeña sonrisa.

Negué con un movimiento de cabeza antes de intentar dejar mi asiento, pero las manos de Tyler se posaron sobre las mías con suavidad. Permanecí observando sus dedos largos sobre mi piel pálida y cuando salí de mi ensoñación volví la vista hacia sus ojos que me observaban con cierto brillo. 

—No soy el mismo adolescente que te lastimó —alcé una ceja—. Y no creo que seas la misma niña que hacía todo lo que sus padres decían —algo pesado se instaló en mi pecho por la verdad de sus palabras y él lo notó—. Solo un trago, solo te pido eso.

Le sostuve la mirada, había un deje de súplica. No entendía que podía querer de mí quien había roto mi corazón adolescente, pero aquí estaba, frente a mí, en una cita-no-tan-a-ciegas, suplicándome que aceptara tomar un trago con él. 

—Por favor —murmuró aún con la vista fija en mí.

Resoplé rendida mientras apartaba las manos lejos de las suyas, su piel en contacto con la mía me produjo un escalofrío que no llegué a comprender. 

—Solo uno —advertí.

Tyler sonrío ampliamente antes de ordenar dos tragos y yo deseé con todas mis fuerzas que la noche saliera bien o que el alcohol hiciera efecto en mí rápido. 

Porque, ¿qué era peor que deudas y una cita a ciegas? Que tu ex de preparatoria, el que aún te provocaba taquicardia, quisiera verte de nuevo.

Pensándolo bien, quizás no fue tan malo ignorar a mis padres. Era una mujer en bancarrota, pero no tenía que pasarla mal.

— Sofía Stormborn

Antología: Joyas de Chick Lit Donde viven las historias. Descúbrelo ahora