Prólogo

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POV. Alec

Estaba en mi habitación terminando de guardar las últimas cosas antes de irme a la residencia. Realmente no tenía intención de volver los findes, salvo cuando fuese estrictamente necesario. Así que no se me podía olvidar nada importante o sino mi madre se daría cuenta, y tendría la excusa perfecta para hacerme volver a casa, mínimo un día entero.

Empezaba la universidad y era la ocasión perfecta para salir de esta casa de locos. Además, últimamente mi madre estaba de un humor de perros y yo ya no aguantaba más.

—Mierda, ¿donde coño puse...? —grité enfadado sin darme cuenta mientras buscaba entre los cajones de mi armario.

—¡Alec! ¿No te he dicho ya que nada de palabrotas en esta casa? —me regañó mi madre desde la cocina.

—Digo las palabrotas que me dan la gana mamá, ya soy mayorcito —le respondí de mala manera.

Al fin encontré lo que buscaba y cerré definitivamente el equipaje. Me acerqué a la cocina.

—¿Ni hoy podemos tener la fiesta en paz? —preguntó triste.

—Eres tú quien ha empezado —respondí sin más.

—Déjame al menos que te acompañe a la residencia. Después prometo dejarte tu espacio

—Bien, de acuerdo. Pero te vuelves en autobús, vamos en mi coche, no pienso dejarlo aquí —aclaré firme.

—Podemos llevarnos el mio y venir tú el fin de semana que viene a por él —sugirió ella.

—No mamá. O vienes en mi coche o te quedas —dije tajante.

—Vale —aceptó no muy satisfecha mi madre.

—En diez minutos me largo y no espero a nadie —le solté con amargura.

No me apetecía ser amable con alguien que realmente nunca había respetado mis límites. Ni cuando le dije que me quería ir a vivir con papá, ni cuando le pedí cambiar a otro instituto, ni cuando supliqué por un psicólogo. Simplemente no se merecía mi amabilidad. Aunque a ser sinceros la palabra amabilidad no era algo que me describiese mucho.

Ella estaba ya esperando en la puerta del coche cuando llegó la hora. Estuvimos todo el viaje en silencio, una hora que se me hizo eterna. De vez en cuando a mí madre se le derramaba alguna lágrima que se limpiaba de inmediato como si nada. No quería que la viese triste. Si bien no me llevaba bien con ella tampoco era un monstruo. Así que cuando aparcamos y dió por concluido su tour por la residencia, para asegurarse de que todo era como en las fotografías de la agencia; la acompañé a la parada del autobús. Cuando estaba a punto de subirse decidí dejar mis diferencias a un lado y abrazarla. Se puso a llorar repentinamente y simplemente se despegó de mi después de darme un beso en la mejilla.

Ahora que se había ido podía ver al fin mi habitación y quien era mi compañero de habitación. Las habitaciones de la residencia eran más bien pequeños apartamentos sin cocina. Es decir, tenían una pequeña sala común que daba paso a dos habitaciones individuales separadas y las conectaba con un aseo. Y estos apartamentos a su vez estaban unidos con otros por un largo pasillo. Eran dos pisos de habitaciones y había un comedor común en la planta baja del edificio.

Cuando llegué a mi habitación, me encontré a un chico de espaldas pelinegro intentando abrir la puerta. Lo reconocí al segundo.

—¿Leo? —. El chico se giró bruscamente. Había reconocido mi voz.

—¿Alec? —. Su voz era más grave de lo que recordaba y era más corpulento, nada que ver con el niño enclenque que residía en mi memoria. Sin embargo sus grandes ojos oscuros no habían cambiado en absoluto, seguían teniendo ese brillo tan bonito.

—Déjame probar con mi llave —dije mientras me acercaba a la puerta. Él se apartó bruscamente.

—Oh, no. Esto tiene que ser una broma de mal gusto. Tú no puedes ser mi compañero —. Estaba cabreado. Nunca lo había visto enfadado. Solo o muy triste o muy feliz. Me dolía un poco ver que no se alegraba con mi presencia.

Conseguí abrir la puerta y Leo me apartó de un empujón para acto seguido encerrarse en una de las dos habitaciones.

—Un placer volver a verte —grité con sarcasmo dándole un portazo a mi puerta.

Me tiré en mi cama. ¿Realmente me extrañaba su actitud? En la secundaria le había hecho mil y una putada. No fue hasta bachillerato cuando mis amigos me abandonaron, me quedé solo y caí en una gran depresión, que me di cuenta de quién era. Nadie me soportaba porque yo no me soportaba a mi mismo. Cuando lo hablé con mi madre solo me dijo que era lo que merecía. Y fue mi padre el que accedió a pagarme un psicólogo aunque apenas llegaba a fin de mes. La terapia me ayudó mucho. Decidí que para poder vivir tranquilo, debía pedir disculpas a los que hice daño, para así poder perdonarme a mi mismo. Lo hice con todo el mundo que debía salvo con Leo.

Cada vez que intentaba acercarme a él para hablar del tema, algo se removía dentro de mi. Y recordé porque lo había alejado de mi vida de una manera tan cruel. Por unos sentimientos que en esos momentos no podía aceptar ni comprender, y ahora lo hacía. Ese chico me gustaba y mucho. Y admitir que eres gay con doce años y que te gusta tu mejor amigo (que seguramente sea hetero) es demasiado para un preadolescente. Intenté enviarle un mensaje pero me tenía bloqueado en todas partes. Intenté hablar con él en alguna reunión en su casa, pero él simplemente me ignoraba o no aparecía. Intenté acercarme a él visitándolo en su nuevo instituto, pero cada vez que lo iba a hacer me paraba a pensar que iban a decir sus amigos sobre que su bully de secundaria se acercase a él. Y decidí que lo mejor era dejarle su espacio y vivir con el dolor antes que causar más daño.

Pero que fuesemos compañeros de habitación, eso ya era demasiada coincidencia. Él nunca me había dicho a que universidad y mucho menos a qué residencia iba a ir. Parecía una señal del destino que me decía: "adelante esta es tu oportunidad"

The Art Of ForgivenessDonde viven las historias. Descúbrelo ahora