Cuarto compás

812 125 127
                                    

Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña y como veía que no se caía fue a llamar a otro elefante

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña y como veía que no se caía fue a llamar a otro elefante. Dos elefantes se balanceaban...

La canción se escuchaba lejana, arrastrada por la brisa. Hasta diez elefantes se balancearon cuando fui capaz de salir de la cama. La puerta de la terraza estaba entornada, a través del cristal ligeramente empañado vi a Koala con una pelota entre las patas, a Gerard sentado en uno de los palés y a Marina en su pierna, el empeine de su pie como asiento. Le agarraba las dos manos y movía la pierna como si fuera un balancín. Marina sonreía sin parar y el sol le arrancaba destellos rubios a su cabello castaño claro. Me pregunté cómo podía caber tanta felicidad en un cuerpo tan diminuto. Era un globo que se inflaba e inflaba sin posibilidad de explotar.

Cuando Gerard se cansó, cogió dos palos atados con una cuerda y los mojó en un enorme tupper con agua. Una pompa iridiscente empezó a crecer y a alargarse como una serpiente que se había tragado un elefante. Algunas se rompían antes de terminarlas, otras volaban y desaparecían, las había que se rompían por culpa de los deditos de Marina. A veces se tropezaba intentando seguirlas.

Me permití una pequeña sonrisa. Era como ver un momento tierno en una película. Idílico e inalcanzable. Sin duda yo no hacía falta.

Gerard volvió a mojar la cuerda y una nueva pompa comenzó a crecer, iba en mi dirección. Nuestras miradas se cruzaron a través del cristal y me sentí una intrusa, acaparando un momento que no me pertenecía. Aparté los ojos como si pidiera disculpas. No sé si Gerard me hizo algún gesto, pero yo decidí volver al lugar al que pertenecía: la cama.

Al cabo de un rato los escuché entrar en el salón, luego las voces agudas de las Tres Mellizas.

—¿Lina? —La puerta se entreabrió. Sentí el peso de su cuerpo hundiendo la cama—. Puedes venir con nosotros si quieres.

—Quizá en un rato.

—¿Quieres desayunar?

Por favor, no seas tan amable conmigo.

—No tengo hambre.

Gerard apoyó los codos en las rodillas y ninguno habló durante unos segundos interminables. Volvió a erguirse, la cama crujió.

—No sé... La verdad es que no sé cómo decirte esto... Lo que pasó anoche... —Lo vi sacudir la cabeza, apretar los labios, pestañear. Quería deshacerse de algo que lo corroía—. No quiero que vuelva a pasar.

—¿Hablas de la discusión? —pregunté con voz débil.

—No, bueno, sí, en general de todo, pero especialmente de... del sexo.

—Solo fue sexo un poco más duro —le dije, restándole importancia. Me rasqué el cuero cabelludo, los dedos se veían aceitosos de la grasa.

—Creo que fue más que eso. Fue... —Se masajeó el puente de la nariz—. No lo sé. Fuera lo que fuese, no estuvo bien. ¿Puedes mirarme?

Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora