La primavera, por desgracia, siempre acababa.
Ese año lo hizo antes de lo habitual. O eso le pareció a Enjolras, que contemplaba el nacimiento de las flores, jóvenes y lustrosas, al tiempo que veía consumirse a Grantaire.
Hacía ya varios años que su salud decaía, primero en la vista y las articulaciones, luego en el cansancio. Hacía ya meses que se cansaba con las distancias largas, semanas que prefería no caminar si podía evitarlo, varios días que no salía a pasear. Enjolras se dio cuenta de la seriedad del asunto cuando comenzaba abril y Grantaire empezó a quejarse de que las constantes lluvias le fastidiaban la rodilla e inducían a la tos; se percató entonces de que sus protestas eran genuinas, no una broma de las que soltaba para hacerse el carcamal, y sintió un calambrazo de alarma que sacudió todo su ser.
Había estado preparado para algo como aquello, se dijo. Pero, al mismo tiempo, el miedo le encogió la boca del estómago ante la mera idea de que su esposo pudiera peligrar.
Mientras la primavera avanzaba y la Comuna prosperaba, Enjolras solo tenía atenciones para él. Empezó a vigilarlo inconscientemente: cómo se levantaba por las mañanas, cómo le hablaba, qué expresiones se reflejaban en su rostro, cuánto tardaban en cansarse sus ojos —incluso tras las gafas— cuando leía, cuántas bromas gastaba y cuántas de ellas usaba para quejarse de sus dolores. Se dio cuenta, en algún momento, de que hacía años que no se fijaba tanto en él, desde aquellos días en una villa al sur de Francia en los que había aprendido a dejar de lado sus prejuicios y a conocerlo de verdad. En aquel entonces, lo que le preocupaba era, además de sus heridas, su estado mental; ahora, ambas cosas le inquietaban también, pero de una manera distinta, una que se extendía ineludible a través del tiempo, como una especie de espera en tensión.
Pasaron los días y cada mañana Grantaire parecía encontrarse peor. Enjolras lo notaba casi antes de abrir los ojos: había algo en él, en su cuerpo entumecido y ardiendo de fiebre junto al suyo, que se lo comunicaba sin necesidad de preguntarle. Grantaire no decía nada, por supuesto, sino que despertaba amodorrado, como era habitual en él, y protestaba débilmente por no recibir un beso de buenos días cuando Enjolras le urgía a mirarlo; sin percibir, al parecer, la preocupación subyacente al cariño en su voz.
Enjolras se sentía inmediatamente aliviado cuando le veía sonreír, pero no por eso dejaba de quedarse unos minutos de más con él, sosteniendo su rostro con una mano y acariciando suavemente las arrugas a los lados de sus ojos. Grantaire sonreía apacible y se dejaba hacer, sin cuestionar las espontáneas muestras de afecto.
Con los días, no obstante, a Grantaire le fue siendo cada vez más difícil levantarse de la cama.
Enjolras pensó que era una de sus bromas, al principio. Una del estilo de "Oh, no puedo, Enjolras, estoy irremediablemente unido a este lecho cuyo abrazo de sábanas me aprisiona, me reclama, me exige para sí por siempre...", o semejantes excusas que había escuchado tantas veces a lo largo de los años que ni se molestaba en poner los ojos en blanco. El primer día que no fue capaz de levantarse de verdad, sin embargo, Grantaire sonreía, pero tenía una inquietud en el fondo de los ojos, en la curva de la boca, que hizo que Enjolras comprendiera que hablaba en serio.
—Jaja, fíjate, siempre me dije que si hubiera una forma de excusar pasarse la vida en la cama lo haría sin dudarlo, y parece que lo he conseguido... Siempre me salgo con la mía, ¿eh?
Enjolras no quería, pero rio un poco, a su pesar. Sentado en el borde de la cama junto a él, no dijo nada durante unos segundos, limitándose a acariciar los rizos surcados de canas a los lados de su rostro.
—Es cierto. Eres increíblemente persistente para lo que quieres. Ese esfuerzo acaba dando resultado.
—Solo lamento que tengas que ocuparte de mí. —Grantaire esbozó su habitual sonrisa torcida—. O eso diría si no fuera un privilegio tenerte en exclusiva para mi persona —añadió, y Enjolras dejó escapar un resoplido.
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"Amor, tuyo es el porvenir"
FanfictionParís, Francia, 6 de junio de 1832. Tras el fracaso de la insurrección popular en las barricadas, ante un pelotón de fusilamiento dispuesto a acabar con su vida, Enjolras enfrenta la muerte con dignidad, sabiendo que los Amis de l'ABC han luchado ha...