La ultima Funcion

21 1 3
                                    


La última función



Aún siento el aplaudir de mi público, resonar entre las paredes de mi habitación, en las noches de tormenta. Y hoy, como cada noche de mi agonía, llueven flores marchitas que solían poseer aroma a rosas, jazmines y margaritas. Los siento, desprenderse del asiento, con euforia y emoción, derramando lágrimas saladas o produciendo una mueca que luego derivará en una bella sonrisa. Todos están presentes, han venido a visitarme, pues, hace no sé cuantos años, realicé la primera función de la obra que marcó mi vida y hoy, haré la última escena de este acto que debió haber acabado hace mucho y jamás debió escribirse.


Aunque una eximia actriz de mi categoría, no debería jamás develar la edad, haré una excepción. Allá por mil novecientos diez, llegué a este mundo bajo el nombre de Nélida Lovisa Montiel. Verdaderamente nunca supe el nombre de mi padre, ya que mi madre, también lo desconocía. Hombre de una noche, como lo llamaban las comadres, pagó cinco centavos y se marchó. Un tiempo después, dentro del mismo cabaret, arribaron mis llantos, quejas y necesidades. Era la única niña del sitio, y las señoras, como las veía yo en aquel entonces, me cuidaban y mimaban como a una princesa. Podría decir que la ausencia de mi padre y la falta de atención que me daba mi madre, fue compensaba por aquellas mujeres, que entregaban su cuerpo por unos pocos centavos. Mimos, caricias y amor por todas partes. Mi corta vida, parecía ser maravillosa. Pero el tiempo, mi fiel enemigo, se encargo de demostrarme lo contrario. La pequeña y dulce niña, se fue convirtiendo lentamente en mujer. Una mujer, que no comprendía absolutamente nada de lo que ocurría a su alrededor. Me mantenían encerrada en un cuarto, como una joya invaluable, que nadie debía ver ni tocar. Mi madre, que sentía por mí, el menor afecto posible, se marchó a mis diez años, con el primer hombre que le propuso matrimonio y que poseía un pasar económico formidable. Se fue, me dejó sola sin siquiera despedirse. Yo, mientras tanto, seguía sufriendo en aquella habitación el hambre, el frío y, lo peor, el desconocer la razón por la cual todo el amor que esas mujeres me había demostrado, se había esfumado de pronto.


Una noche, La Mabel, llegó con una bandeja. Whisky importado y cigarrillos. Durante un mes, mi alimento fue, lo que para aquel entonces era la más repugnante bebida y hoy en día, es la base de mi existencia. Debía fumar un atado de cigarrillos por día, que me hacían toser sin parar por horas. Pero nada de esto, es comparable con lo que ocurrió después. Me encerraron en otra habitación, más lujosa, y me vistieron como para un baile real. De pronto, un señor que aparentaba tener unos cuarenta y tantos años, y mucho dinero, ingresó en la habitación. No podría explicar con palabras humanas, lo que me causó ese acto aberrante y desgarrador. Sí, puedo decir, que salí corriendo sin más que mi vestido elegante. Hoy, con todos los años, la experiencia y conocimientos que tengo, puedo decir que aquellas mujeres que amaba más que a mi propia vida, me entregaron todo su cariño para luego vender mi cuerpo virgen al mayor postor.


Siendo una niña, sin pasado, ni sueños y mucho menos, futuro, me encontraba en la calle. Días enteros, sufriendo hambre y frío. Me paraba en las esquinas, llorando, rogándoles a los señores y señoras que pasaban, que al menos me dieran dinero para comer algo. Pero nada. Vestían con tapados de visón, alhajas y brillantes, pero no eran capaces de darme un centavo para comer. Una tarde, en la que mis manos estaban congeladas, no sentía mi cuerpo y mi estómago rogaba auxilio, me desplomé en medio de la calle. De este modo, llegué al orfanato. Viejo rincón de Buenos Aires, a dónde iban a parar los niños que no tenían familia, y en dónde se encargaban de enseñarte a odiar a todas las personas que habitan este planeta. Nunca olvidaré a las viejas monjas, con sus látigos y sus baños de agua helada. Todos los días me decían: "Para que Dios perdone tus pecados, báñate con agua fría, así sentirás lo que Jesús padeció en la cruz sólo por ti" "Para que el Señor permita tu ingreso al cielo, camina de rodillas sobre arroz y azota tu espalda hasta sentir correr la sangre por tu cuerpo". Comíamos pan duro, cubierto por un manto de humedad, que sobraba en las escuelas y bebíamos agua que parecía recién sacada del riachuelo. Vi pasar a la muerte a mi lado un centenar de veces. La tuberculosis, la sífilis y las intoxicaciones, se llevaban lenta, pero dolorosamente a todas mis compañeras. El sufrimiento, el dolor y la amargura, me rodeaban. Me sentía vacía, inmersa en un mar de odio, del cual no podría salir, sin ahogarme antes. ¡Tenía miedo, sí, miedo! No quería morir allí, postrada en una cama, invadida por la tuberculosis. Me escapé. Sin pensarlo, sin importarme morir de hambre entre las viejas pitucas y los hombres de etiqueta de la calle. Salí corriendo de aquel oscuro agujero, para meterme en otro aun peor. Volví a la calle, pero ahora siendo una adulta. Mis diecisiete años, se presentaron en mí, antes que yo los note. Mi cuerpo había cambiado y todavía no lograba comprender la razón. El sol cubría las calles porteñas, mi única actividad era caminar y caminar. El hambre volvía a consumirme. En una de mis largas caminatas, conocí a una joven, que era completamente distinta a las mujeres que habitualmente caminaban a mi lado, por las calles, pero se asemejaba a las mujeres que me cuidaban de pequeña. Esa mujer, llamada Margot, me llevó a una lechería y con los pocos centavos que le quedaban, me convidó con un gran vaso de leche y dos piezas de pan. ¡Mi sonrisa se apoderó de mi rostro! Bebí la leche y devoré las piezas de pan, en cuestión de segundos. La muchacha formulaba preguntas para las cuales no tenía respuesta, ya que desconocía a qué hacía referencia. Me contó de su trabajo y me propuso si quería acompañarla. Yo, con mi inocencia en su punto máximo, acepté. ¡Otra vez caí en las mismas garras que antes! Ya no sabía cómo decir que no. Una explicación breve y a la primer esquina disponible. Mi decadencia personal empezó esa noche, entregándome a cuanto caballero, me diera unas monedas. Pero a la semana, de realizar este terrible trabajo, hubo un altercado entre dos bandos de la zona y terminé tirada en una esquina, con el rostro destrozado por completo. Allí, terminó lo que considero el acto más horrendo, que puede existir en este mundo. Las semanas siguientes sobreviví con el poco dinero que había ganado, pero al cabo de dos meses, el hambre se apoderaría de mi cuerpo, por última vez. Caminando entre callao y corrientes, caí desmayada en medio de la calle. Una señora, que salía de un teatro, me llevó en su auto al hospital más cercano. Me internaron por dos días, en los cuales, aquella anciana, no se movió de mi lado. ¿Quién era? ¿Por qué dedicaba su tiempo a una total desconocida? El médico llegó con los resultados de mis análisis. Una palabra que había escuchado, sólo en el cabaret, resonó en mis oídos. Estaba embarazada. ¿Qué significaba esa palabra? Mi alma se llenó de dudas y comencé a volar por el campo de la desesperación. La anciana, que al oír su nombre, supe que se trataba de la más importante actriz de la calle corrientes, Aída Colomer, me llevó a su preciosa casa. Poco a poco, entablé una relación, casi maternal, con ella. Enterarme del significado de la palabra antes mencionada, me hizo comprender muchas cosas. Aída me explicó todo lo que yo desconocía y remarcó, que al dar a luz, a la creatura que llevaba en mi vientre, debía entregarlo de inmediato. Y así fue, calculo que siete meses después, sin lograr siquiera tenerlo en mis brazos, ella se llevó al fruto de mi inocencia. Jamás volvimos a tocar el tema y esta es la primera vez que hablo de ello, en todos estos años. Al poco tiempo, comenzó a llevarme a sus presentaciones teatrales como espectadora y luego, como extra. Interpretaba a la muchacha provinciana que pasaba por detrás o algún miembro de la familia, completamente olvidado. Con Doña Aída aprendí a vivir. Sí, puede sonar extraño, pero en verdad, sus conocimientos y su inteligencia, como también su experiencia, me dotaron de todo lo necesario para recorrer el largo trecho de la vida. Cada palabra que sus labios pronunciaban, era sinónimo de enseñanza. Me enseñó a actuar, aunque ella decía que la actuación nacía con las personas, y que yo había nacido que ese don. Me inculcó la honradez como ley básica de mis actos, diciéndome que jamás debía mantener una relación con un hombre de mundo, sólo porque él prometa darme un papel importante. Tanto en el escenario, como en el set de filmación, el puesto que uno posee, debe ser ganado por el talento y no por la política o el sexo. Así di mis primeros pasos como actriz. De a poco mi prestigio fue aumentando, mi nombre comenzó a aparecer en el afiche que daba a la calle. Representábamos obras maravillosas como "La orquídea" "Cartas de amor" o "El pecado de Julia", en las cuales mis roles cada vez eran más importantes. Doña Aída, enfermó gravemente. El cáncer la consumió en pocos meses, haciendo que abandonase este mundo una triste mañana. En su testamento, figuraba yo, como su única heredera.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: May 15, 2015 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

La ultima función.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora