Siempre tendremos París

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Se puede ver, allá a lo lejos escapa un pedazo del sol. Caliente. Perfila a una montaña y la cubre de un halo magnífico. Parece ser el paraíso. Un cielo en tierra. Pero los animales más adorables siempre son los más peligrosos.

Un hombre, pedalea por la colina que lleva a su casa. Desde que este lado del charco ha evolucionado. Sentimos que esos pequeños pingajos verdes que se deshilan del suelo son más importantes. Los hemos dejado crecer. Les hemos devuelto su hogar. Bueno... casi.

Con los pies firmes, pero cansados, avanza pedaleando. Ahora es la bajada. Es más fácil.

Su casa queda en un punto muy agradable. En una zona apartada de la ciudad capital, allá, cerca de las afueras de Ámsterdam. Es una pequeña cabaña de madera, sepultada entre un alud de nieve. Que es común de ver en Febrero.

Ha sido un día difícil en el laboratorio. Pero estará esperándolo su esposa. Con esa sonrisa tan cálida y hogareña. Como diciendo: Tranquilo... ya estás aquí. Con esa piel tan suave y nívea y cachetes rojos. Como una muñequita de porcelana le decía en sus tiempos de juventud.

Aún recuerda cómo la conoció. Cómo olvidarlo. La música parecía fundirse con el fondo. Un dorado tan suave y tibio, como de esos que nunca se olvidan. Era en la Sainte Chapelle, que cuando ganamos este lado se convirtió en museo, al haber abandonado cualquier clase de religión. La luz se translucía por los decorados vidrios y las cenefas parecían haber sido diseñada por algo tan grande... tan fuera de este mundo. Ahí estaba ella, adosada a una columna, viendo como el polvo danzaba entre los pálidos brillos ópalos que dejaban los cristales. Un pequeño saludo fue necesario. Lo demás parecía automático. Se reían juntos. Juntos, algo que ahora parece mermar poco a poco, como con fuego lento. Cada vez tenemos menos tiempo para vernos. Pero mi amor no se acaba. Ni lo hará algún día.

Un día él se estaba vistiendo para tomar el tren bala e ir a Bielorrusia. Y cuando alargó la mano para coger su móvil. Ella le sujeto, media dormida, la manga.

-... ¿Puedo pedirte un favor?... Cuando esté dormida... susúrrame qué soñaste. Porque lo primero que quiero pensar al levantarme, eres tú...

Ahí está. La casa. Pero parece que la puerta está abierta. Sí, sí lo está. Y no sólo eso. Está forzada, se puede observar como le han roto una parte la cabecera El hombre sale saltando, casi en volandas, de su bicicleta. ¿Qué ha pasado? Una vez ya adentro, da zancadas entre todas las cosas rotas que hay en el suelo.

-¡AVA! ¿Estás en casa? ¡Ava!

Comienza a azotar las puertas, buscándola. Corre a la cocina, ahí tampoco está. ¿En el baño? No. A lo mejor en el estudio... Joder, no está. ¡Arriba! Sube taconeando con fuerza los escalones. Y ahí la ve. Plantada de pie frete a la puerta de su recámara. Tiene el rímel corrido. Y el vestido manchado. Parece que los ojos se le cierran. Aprieta las manos, hasta que lo ve a él en el umbral de las escaleras, y finalmente las relaja. Lo mira con ojitos de circunstancias.

―¿Ha pasado algo?― pregunta él.

La mujer deja caer las manos y aprieta los fondillos de su falda. La levanta. Tiene varios moretones, que se ven aún más claros por su piel pálida. El rímel parece corrérsele cada vez más. Y baja la mirada, cansada.

―Han sido seis hombres. Perdón... perdón― Dice, y cae al suelo.

Y aún en esa escena, de cuadros y jarrones rotos en el suelo. Ella, profanada y golpeada gravemente. Él, berreando y con las manos temblorosas. Los hombres americanos corriendo a un par de kilómetros de ahí. Y el sol bajo, ya si mostrar aquel halo que se veía en la pendiente. Aún con esa escena, ella se ve tan linda como lo estaba cuando fue bañada por el brillo de los cristales. Cristales regalos de un Dios. Un Dios con manos humanas.

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⏰ Última actualización: May 16, 2015 ⏰

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