Capítulo III. Sin paraguas

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Dos meses después.

Habían pasado dos meses desde aquella noche en la que, impulsado por el dolor y la desesperación, quise acabar con todo. 8 semanas desde que marqué ese número con la esperanza de escuchar su voz y obtuve una respuesta fría, distante, que terminó de quebrarme, desde que corrí hacia las vías del tren con una decisión que no llegué a tomar.

60 días en los que traté de continuar, de hacer que todo doliera menos.

Pero Verónica seguía allí.

Su sola existencia me ponía nervioso y alterado.

No importaba cuánto me esforzara en ignorarla, en esquivarla cuando la veía en los pasillos o en fingir que no escuchaba cuando llamaba mi nombre. Seguía buscándome, esperando algo de mí que ya no podía darle.

Esa mañana, como cualquier otra, me encontré con su presencia antes de entrar al aula. No fue intencional, pero el universo parecía empeñado en ponerla en mi camino cuando menos lo deseaba.

—Cauich —su voz me detuvo antes de que pudiera cruzar la puerta.

Me tensé. No giré a verla, solo cerré los ojos un momento, respirando con la esperanza de que, si no respondía, ella se marcharía.

No lo hizo.

—Por favor, solo dime qué pasó..

Su tono tenía un deje de desesperación que hizo que mi mandíbula se apretara con fuerza. La reconocía. Era la misma desesperación con la que alguna vez le rogué que me diera explicaciones. Ahora los papeles se habían invertido.

Apreté los puños. Hubo un tiempo en el que su voz podía hacerme olvidar cualquier cosa. Un tiempo en el que bastaba con verla para que todo tuviera sentido. Pero ahora, escucharla solo me recordaba lo que había sido y lo que nunca más sería.

No quería discutir. No quería siquiera verla a los ojos, porque sabía que si lo hacía, si caía en su trampa, mi determinación tambalearía. Así que hice lo único que podía hacer: caminé.

La dejé ahí, en medio del pasillo, con su pregunta flotando en el aire y sin la respuesta que tanto quería.

Las clases transcurrieron en su eterno vaivén. Algunas preguntas, un par de alumnos atentos, otros distraídos, algunos completamente ausentes. Yo me sentía como estos últimos. Mi mente vagaba en lugares en los que no quería estar, pero de los que no podía escapar.

Mi boca formulaba palabras automáticas sobre la clase, aunque en mi cabeza el ruido fuera abundante; mis manos escribían en la pizarra las fórmulas, evitando confundir la x con la V, para evitar terminar escribiendo su nombre.
Cuando la última clase terminó, la sensación de agotamiento se instaló en mis huesos. No era solo físico, sino algo más profundo, más denso.

No quería ir a casa, no deseaba estar solo con mis pensamientos en una habitación oscura.

Así que caminé.

El parque cercano a la universidad siempre estaba lleno de vida. A veces, envidiaba la facilidad con la que las personas podían simplemente existir sin cargar con un peso invisible sobre sus hombros.

Me dejé caer en una banca y cerré los ojos un momento, inhalando el aire fresco con la esperanza de que limpiara un poco la sensación de vacío. Pero no lo hizo.

Fue entonces cuando sentí la primera gota caer sobre mi mano.

Abrí los ojos y miré al cielo. Nubes grises comenzaban a reunirse sobre mí, anunciando la inminente lluvia.

El dolor de ser nosotros ✔️ Editando Donde viven las historias. Descúbrelo ahora